Bajo el lema «Culturas del toro» se abría el pasado 27 de septiembre, con la plaza de Las Ventas al fondo, un espacio público de reflexión donde pensar en común la emoción del toreo. En un tiempo en que el arte de torear es incomprendido, cuando no vilipendiado, no basta con repetir que la tauromaquia es cultura. Preciso es saber en qué sentido lo es, qué paradigma concreto de vida late en ella, por qué, citando el bello título de Víctor Gómez Pin, constituye «la escuela más sobria de vida». Desde perspectivas filosóficas, antropológicas y artísticas diversas, como también desde la experiencia de matadores y aficionados, estos encuentros quieren seguir dando forma, vigencia y vitalidad al universo simbólico que soporta al toro de lidia.
La conferencia inaugural corrió a cargo de François Zumbiehl, quien ha tenido la gentileza de resumir por escrito su intervención.
Alejandro del Río Herrmann
Escuchando a los maestros.
Por François Zumbiehl
Si tuve tal ansia de acercarme a la palabras de los toreros es porque desde mi primera corrida en la infancia me impactó su silencio. Ellos, en el ruedo, callaban por obligación mientras en los tendidos prosperaban un sinfín de comentarios, recomendaciones y a veces reprobaciones. También me parecía una cortina de humo muchas declaraciones suyas, estereotipadas y complacientes para los lectores, en las revistas especializadas. Quise entonces pasar con ellos al otro lado de esa cortina y recoger sobre su práctica y su sentimiento del toreo una palabra más auténtica y liberada del peso de las circunstancias. ¿qué verdad o verdades me parece haber podido recoger[1] de ellos cuando logré colocarles a una distancia suficiente con respecto a la presión de su recorrido por el planeta de los toros durante la temporada?
En primer lugar que están obsesionados por el trabajo de memoria. “Los toros son el recuerdo” declaró un día, y con razón, el maestro Antoñete. El problema es que ese recuerdo para ellos – como para muchos de nosotros, simples aficionados – es incapaz de restituir el conjunto de su más sublime faena, sino tan sólo detalles o momentos aislados que se alzan en el primer plano de su conciencia. Muchos viven esos estragos del tiempo como una frustración, y algunos con una resignación sonriente. Tal es caso de Pepe Luis Vázquez, quien evocando su obra maestra en Valladolid con el toro de Villagodio, en 1951, me confesó al final : “Sí, quizá sea esa faena que más me ha llenado, por ese motivo, porque no me acuerdo. Sería porque estaba fuera de lugar.”
La segunda revelación es que mientras están en activo se sienten sometidos a un inacabable camino de perfección. Estos “héroes” de los que la afición celebra con justicia los triunfos entienden que nunca han llegado ni llegarán a la cúspide de lo que querían expresar en el ruedo. “Mi mejor faena está por realizar, la guardo todavía en mis entrañas” aseguran muchos de ellos, y esta vez la frase no es sólo un estereotipo. Está dictada por la humildad y la permanente insatisfacción – salvo cuando se sienten sobrevolados por la gracia o poseídos por el duende – que supone la creación en el acto, en la arena, con muchos tanteos y casi con imposibilidad de enmienda, de una obra avocada a morir a poco de haber nacido. De ahí su envidia confesada con los pintores y escultores que pueden crear cuando les viene en gana, que tienen la posibilidad de enmendar su obra hasta el final, y que la dejan al alcance de los tiempos futuros. Por eso para la mayoría de ellos el temple, entendido como la capacidad de apaciguar la violenta embestida del toro y de conjurar aunque sea durante unos segundos el inapelable desvanecimiento de la belleza suscitada, es el núcleo del arte de torear. Pero ¡ojo!, sobre la técnica del temple como sobre la ortodoxia de otros conceptos tan fundamentales como el hecho de cruzarse o de cargar la suerte, sus opiniones e interpretaciones son muy variadas. Se expresan con la misma libertad con que otros artistas – los de los pinceles o buriles -, explican su particular manera de tratar los colores o las formas. Escuchándoles más de una vez me he convencido de que nosotros los aficionados deberíamos ser más cautos y resistir a la tentación de dogmatizar sobre tales conceptos.
La última verdad que creo haber captado es el excepcional valor de sus palabras. Son el fiel reflejo de su estilo, de su manera de seguir siendo toreros cuando se encuentran provisionalmente o definitivamente alejados de los ruedos. Reflejan su incesante búsqueda – o su añoranza de ella cuando están retirados – para “gustarse”, o sea sentir la emoción de emocionarse con el toro y de emocional al público, de ser el motor de esta onda de felicidad que se extiende por toda la plaza en algunos momentos privilegiados. Este discurso no me ha parecido ser menos intenso o deformado con respecto a la realidad de lo que han dibujado en el ruedo. Es un auténtico corpus artístico, tan valioso y significativo como el que han evidenciado cuando estaban en activo, y que sobrevive cuando el otro se ha apagado. Es su manera de triunfar– esta vez de forma más certera – del tiempo y de la muerte.
[1] En los libros El torero y su sombra, La Voz del Toreo y El Discurso de la Corrida.
François Zumbiehl (París, 1944), es catedrático de Lenguas Clásicas, doctor en Antropología Cultural y militante taurino. Socio de la Peña Taurina Los de José y Juan.
Alejandro del Río Herrmann, filósofo, es doctor por la Universidad de Valencia. Trabaja como editor en Editorial Trotta y es profesor de la Escuela de Filosofía de Madrid.