Con Morante el toreo salió por la puerta grande a las calles de Madrid

Texto François Zumbiehl. Fotografías: Andrew Moore.

Al término de la corrida de Beneficencia – la bien nombrada – la consagración de Morante de la Puebla, este 15 de junio, llevado en hombros por la Puerta Grande por un enjambre gigantesco y bullicioso de admiradores, jóvenes en su gran mayoría, ha tomado la dimensión de una apoteosis, nutrida además por el recuerdo de su portentosa faena del 28 de mayo en el ciclo isidril.  ¿Cuál fue el secreto de dicho acontecimiento para que la magia se funda con la realidad en estas dos actuaciones venteñas y produzca un impacto de tal magnitud? Algo muy sencillo, que solo pertenece al maestro de la Puebla: sin solución de continuidad el arte reina en cada uno de sus gestos, en el dibujo y embroque de los pases, en los remates y en los desplantes. Ahí todo es redondo, sin nada que sobra o haga falta. En sus movimientos todo se impone como una evidencia, tal una escultura natural y torera, que va uniendo en su desarrollo la exigencia de la lidia y la llamada de la belleza. En la rotundidad de sus líneas trazadas en el ruedo, según el caso con firmeza o aparente dejadez, lo esperado y lo inesperado van de la mano, tal en su primera faena de la corrida de Beneficencia este molinete invertido y desenfadado, encadenado con un pase de pecho de muy largo recorrido. Sus engaños casi nunca sufren enganchones, y solo su cuerpo desiste de su quietud, y se arruga a veces, cuando en el remate está a punto de ser alcanzado por los pitones.

Morante no puede ser rebajado a la categoría, un tanto reductora, de torero artista, pues su propósito no es hacer arte por el arte, sino edificar una obra coherente con el adecuado poder sobre su oponente. Prueba de ello sus faenas siempre medidas, en el contenido y en el tiempo, sin nada que sobre. Buen ejemplo fue esa corrida del 15 de junio. El maestro hizo entrar en su juego a toros desiguales de trapío y de comportamiento, colaboradores o reticentes. Los bordó de principio a fin, destapando con generosidad el tarro de la emoción estética y de la emoción en primer grado, pues nadie como él, hoy en día, de forma deliberada y sin alardes, hace pasar los toros tan cerca de su cuerpo. Razón por la cual, en su segundo oponente, poco dispuesto a embarcarse en el engaño, cuando surgieron de repente tres inmensos naturales, los oles ensordecedores y extasiados ahogaron los miaous sarcásticos de algunos inquisidores del tendido, que protestaban por la escasa presentación según ellos del toro en cuestión.

La claridad de Morante, en la evidencia y plenitud de su toreo, produjo algo como un apagón, haciendo más difícil que destaquen otros logros de esta feria de San Isidro (recuerdo una sensación similar en la feria de Nimes de 2012, después de la inolvidable encerrona de José Tomás). Se añadió además la circunstancia humana de la superación de una enfermedad mental, confesada unos días antes por el propio torero, que hizo todavía más emotiva esa victoria sobre la fragilidad, victoria que constituye el sentido último de la tauromaquia. Por el arte, y por la lidia de Morante con los toros y consigo mismo, ésta tuvo allí su plena razón de ser. Todo eso explica la salida gloriosa del maestro de la Puebla llevado por la Puerta Grande en hombros de la juventud al grito de ¡Torero! y de “! José-Antonio- Morante-de-la-Puebla!” La comitiva espontánea y triunfal invadió la calle de Alcalá, cosa inédita desde hace mucho tiempo. Desde su habitación del hotel, el torero tuvo que salir al balcón y saludar a la muchedumbre enfervorecida que le aclamaba. Ese entusiasmo hizo todavía más ensordecedor el silencio de la élite gubernamental de este país, y de los noticieros de la televisión de estado. Ser ninguneado por lo políticamente correcto no deja de ser un valor añadido.

François Zumbiehl, socio de la Peña Taurina “Los de José y Juan”  es catedrático de Letras clásicas y doctor en Antropología Cultural. Vicepresidente del Observatoire National des Cultures Taurines ha sido parte fundamental en la aprobación por el Senado francés de la Tauromaquia como Bien Cultural Inmaterial de Francia. Tiene publicados en español los siguientes libros: Mañana toreo en Linares, El discurso de la corrida, La voz del toreo y El torero y su sombra.

Sevilla en Euskadi

Por François Zumbiehl, socio de «Los de José y Juan».

La tarde de Azpeitia del 31 de julio, con el triunfo de la terna Morante de la Puebla, Daniel Luque y Juan Ortega, nos ha hecho vivir un extraño y entrañable choque cultural. Uno no se puede sentir más en tierra vasca en esta plaza dominada por un inmenso y verde cerro, en el alto del cual asoma un caserón sometido al capricho de las nubes. Aquí los rituales genuinos se observan con religioso rigor: tercio de banderillas amenizado por los txistus, zortziko en honor a un banderillero muerto en el siglo XIX, cantado antes del arrastre del tercer toro con el público en pie y descubierto, cánticos entonados por el respetable a plena voz…Sin embargo, ni un ole falta al menor lance realizado con torería, ni un abanico recogido en el ruedo por el diestro en su vuelta triunfal. Cuando una faena, que ha tomado su vuelo, merece ser acompañada por la banda, ésta no tiene ningún escrúpulo en cambiar las jotas, regaladas entre toro y toro, por los pasodobles con filigranas de fandangos de Huelva, que cobran en este entorno un sabor particular. En ese norte vascuence las tonalidades del sur están acogidas e incluidas en el jolgorio festivo sin el menor reparo.

En esa tarde de Azpeitia, y en esas fiestas de San Ignacio, el empaque sevillano tocó todas las fibras de la afición, que brindó a los toreros un triunfo sonado y dejó en nada las cuatro voces de los antitaurinos de turno, manifestando también su ritual presencia a la puerta de la plaza. La intensidad escultural de los pases dibujados por Morante como un cante jondo, la verticalidad quieta de Luque aspirando las embestidas y arrimándose entre los pitones al final, las lentísimas caricias de Juan Ortega en el manejo de los trastos – ¡esa media verónica que planeó en el aire como una nube serena, enterísima y no media! – iluminaron la tarde y despejaron lo que quedaba de gris en la meteorología.  Hasta la blancura del caserón, cercado por la niebla en el alto del cerro, acabó por resplandecer. Azpeitia en fiestas, celebrando con orgullo y alegría su cultura vasca en un clima de convivencia, sin menoscaba su entusiasmo por todo lo que Sevilla ha aportado al mundo de los toros, para mí fue una revelación.

Pablo Aguado, la gloria pura del toreo clásico

Foto: Diario ABC.

Por Andrés Amorós.

Una tarde redonda, feliz. Pablo Aguado corta cuatro orejas, abre la Puerta del Príncipe y se consagra como figura del toreo. Y lo esencial: logra todo esto con el toreo clásico, de siempre, de calidad, sin moderneces: ¡gloria pura! La gente se vuelve loca presenciando lo que hace tiempo que no veía, sale de la Plaza toreando. Y, para redondearlo, Roca Rey continúa arrollando y Morante deleita con su personalidad.

Desde que se anunciaron los carteles, éste era el preferido. ¿Se imaginan lo que hubiera sido transmitir esta corrida por Televisión Española, en abierto, como antes se hacía?

Jandilla lidia una corrida seria, encastada y noble, en general.

En el primero, Morante dibuja sólo tres verónicas solemnes, con la mano de salida alta, no más. Tragando, le saca un par de derechazos a cámara lenta y resuelve con garbo sevillano: Ha habido poco toro, para una faena completa. Pincha sin estrecharse. En el quite al cuarto –su último toro de la Feria– logra, por fin, las verónicas lentísimas, magníficas. Para asombro general, comienza de rodillas, por alto, y enlaza muletazos suaves, limpios, con naturalidad y torería. La faena tiene momentos hermosos pero se queda a medias, aunque el diestro expone y porfía. Y mata echándose de verdad. Acompaña la muerte con torería, pañuelo en mano, en una imagen para los fotógrafos. Aunque suena un aviso, la gente exige la oreja.

Roca Rey sigue arrollando en Sevilla. En el segundo, va a portagayola y ha de tirarse al albero para que el toro no lo arrolle. Rápidamente, encadena seis largas cambiadas de rodillas, en el tercio. Mi vecino comenta: «¡La revolución!» Pone a la gente en pie y suena la música. Se luce Domínguez, lidiando, y Viruta, con los palos. Brinda a Rafael Serna. Comienza con cinco muletazos de rodillas, por alto. Se lo enrosca a la cintura suavemente, aguanta parones hasta que, en uno, se lo echa a los lomos. Cuando el toro se acaba, se mete entre los pitones. Pegado a tablas, le pega un sopapo contundente: oreja y petición de la segunda. Ha sido una faena de gran emoción, ha demostrado su gran capacidad. En el quinto, comienza con péndulos; manda mucho en muletazos largos, ligados, dejándole la muleta en la cara, tirando del toro, que se queda a medias. Pierde la oreja al pinchar una vez. Pero deja gran impresión, igual que en todas las Plazas.

Pablo Aguado aporta algo importante: la ilusión por un nuevo diestro sevillano, que torea muy bien, dentro de las normas del clasicismo. Dibuja verónicas en el tercero; aguanta bien el picador Juan Carlos Sánchez. El toro espera en banderillas pero embiste con nobleza, en la muleta. Muletea con el estilo clásico sevillano, serio, sin florituras, que nunca pasará de moda. Sentencia mi vecino: «Hacía tiempo que no veíamos torear así». Tiene razón. Cuando mata de una estocada, acierta el presidente José Luque sacando, de golpe, los dos pañuelos. Las verónicas al último, jugando los brazos con naturalidad, entusiasman. El quite, también por lo clásico, hace sonar la música. Lo saca Morante del caballo con el quite del «bu», de Gallito, con el capote sobre los hombros, que sorprende al público. Iván García clava dos grandes pares y también suena la música. Con un toro algo quedado, Aguado corre la mano con suavidad y torería, a los compases de «Suspiros de España». Cuando el toro se para, recurre a los naturales de frente, uno a uno, de Manolo Vázquez. La Plaza es un corazón unánime que le está empujando, cuando entra a matar y logra la estocada. Ni el público ni el presidente lo dudan: ¡dos orejas y la Puerta del Príncipe! Castelar hubiera dicho: «¡Grande es Dios en el Sinaí!»

Sin triunfalismos, una tarde inolvidable. Lo decía Marcial Lalanda: «Con toros bravos y toreros clásicos, la Fiesta es incomparable». Salimos de la Plaza de los Toros con la gozosa plenitud y el agotamiento de haber vivido –no sólo presenciado– una experiencia estética única. Volvemos a la realidad, en esta terraza que se asoma a un panorama único. Lo dijo Romero Murube: «No creo que haya placer en el mundo comparable a esa embriaguez de los crepúsculos de Sevilla, sobre el río: es morir un poco, en la gloria». Añado yo: y una gran tarde de toros, en esta Plaza, es vivir en la gloria.

Andrés Amorós, socio de la Peña Taurina “Los de José y Juan”, es doctor en Filología Románica y catedrático de Literatura Española en la Universidad Complutense de Madrid.  Ha publicado obras relevantes sobre la tauromaquia y actualmente ejerce la crítica taurina en el diario ABC de Madrid. Entre sus galardones destacan el Premio Nacional de Ensayo, el Premio Nacional de la Crítica Literaria, el Premio Fastenrath de la Real Academia Española y el Premio José María de Cossío.