El Arte

Cuando el torero de Triana advino a los toros, el arte bello de torear estaba en mantillas y apenas si existía. Insinuaciones de Cayetano Sanz por los promedios del pasado siglo, con sus navarras y lances al costado, relampagueos luminosos de Lagartijo el grande, más con la belleza de su figura que con la de su obra, y después la galanura, la gracia y el gitanismo de Rafael el Gallo, que cautivaba a los públicos por aquella conjunción del garbo calé con sus genialidades algunas veces sublimadas y las más desastrosas. Todo el toreo, pues, antebelmontiano perduraba, en general, sobre los fundamentos clásicos de la destreza, la agilidad y el dominio como medios de eficacia para preparar lo mejor posible el toro a su muerte. Podría decirse que todo, por aquel entonces, era lidia, buena, regular y mala, según los oficiantes, y por ninguna parte se veía el arte tal cual se le vió aparecer con Juan Belmonte.

Cualquier estudio crítico que se intentara de este torero no me parece a mí que seria muy acertado si no se hiciera considerando su larga vida profesional escalonada en tres épocas, natural y perfectamente diferenciadas, que creo son las que deben servir para todo documentado y justo análisis. Estas tres épocas podríamos denominarlas Heroica, de Plenitud y de Serenidad, y comprenderían, la primera, los siete años de la competencia con Gallito; la segunda, su primer retorno, en los años 25, 26 y 27. Y la tercera, sus dos últimos años de profesión, o sean 1934 y 1935. Este estudio requiere una meditación y un tiempo del que yo, desgraciadamente, no dispongo y ni pretendo abordado. Lo que yo haré aquí será exponer grosso modo lo que el arte belmontino significó, lo que implicó su revolución en las técnicas de torear y las consecuencias, no todas, que fueron muchas, que su revolución arrastró tras de sí. En uno de los próximos capítulos enjuiciaré con algún detalle las partes fundamentales de su aportación al Toreo y su significación artística. Procuraré evitar la pesadez en lo posible, pero la figura taurina de Belmonte y de su arte inmortal bien vale una meditación y unas reflexiones reposadas, aunque no prolijas.

Dos grandes defectos le echaron en cara a Juan cuando se hizo matador de toros, a saber: ser torero corto y necesitar su toro, ninguno de los cuales, en justicia, merecía, por cuanto que con su repertorio le bastaba y sobraba para habérselas con sus enemigos astados, fueran éstos como fueran en edad, tamaño, poder e intenciones. Mucho menos debía merecerlos, no ya en su segunda época, en la que la revelación magistral fué evidencia unánimemente reconocida, sino por los finales de la primera, en la que al lado de Joselito había aprendido a lidiar y a poder con los toros sin aumentar su repertorio ni renunciar a la categoría heroica de su estilo. Por otra parte, calificar de corto a un torero por el número de suertes que constituyan su repertorio o muestrario toreril, me parece simpleza infantil cuando no ceguera taurómaca. La longitud y dimensión de un diestro --y de esto también hablaré en un próximo capítulo-- no debe nunca estimarse por la cantidad y abundancia de su catálogo, sino por su intensidad o, mejor dicho, por la eficacia que ese catálogo, aunque sea breve, comporte.

El toreo de Juan tenía como fundamento casi único, con la capa, la verónica, la media verónica y el farol, aparte algún que otro desplante y adorno muy parcamente suministrados; con la muleta, el natural ligado con el de pecho, el molinete invertido o cambiado, es decir, el no clásico de Bombita, sino el romántico que él trajo, con la derecha y girando por el pitón izquierdo del toro, y el farol y pase afarolado, también en este caso con mesurados adornos y desplantes como elemento decorativo y ornamental de la faena clásicamente rondeña, si bien ligeramente desviada ya de los primitivos cauces. Y aunque no utilizaba nunca las banderillas y con la espada no fué ni buen estilista ni certero ejecutor, en su época heroica, como lo llegó a ser en la de plenitud, con sólo eso le bastaba para ser primerísima figura del Toreo.

Y en lo de que necesitaba su toro, pudiera ser que en los primeros tiempos de iniciación novilleril fuera cierto, porque las ideas de los genios precisan tiempo y experiencias, a veces catastróficas, para manifestarse, afirmarse y consolidarse, pero no lo es ni aun aplicado a su etapa de matador de toros. Porque se da el caso peregrino con este torero que para demostrar lo indemostrable del toro chico y a la medida suele tomarse como canon la corrida de su doctorado, afirmando que los cinco toros rechazados lo fueron por chicos para unos y por mansos para otros, con lo cual cubren la apariencia de sus afirmaciones.

Opino yo en este caso como don Gregorio Corrochano que, cronista el más documentado de la época dorada de Joselito y Belmonte, aseguraba que el trianero no necesitaba su toro, como proclamaban sus adversarios, sino su hora. Y la hora de Juan, que era la de su inspiración, fuera cual fuera el toro y fueran cuales fueran las condiciones temperamentales de éste, era la de finales de corrida. Esa hora romántica del atardecer, ese instante suavemente nostálgico y dulcemente melancólico en que el sol, vencido ya como un toro más de la corrida, cae sobre la tumba del ocaso y sus oros iridescentes apenas iluminan las partes altas de los graderíos. Esa era la hora de las más creadoras inspiraciones belmontinas con independencia absoluta de lo que el toro significara, Como así lo proclama la Historia con aquel toro de Piedras Negras, en Méjico, el año 13, y con aquel Miura de la feria de abril del año 14, y con aquel Contreras del glorioso 2 de mayo taurino del mismo año, y con aquel Murube de 1a corrida de Beneficencia en Madrid, del año 15, y con aquel Gamero Cívico que le valió la primera oreja otorgada en Sevilla por feria de abril, en el año 16, y con aquel Concha y Sierra de la corrida del Montepío del año 17, y con aquel Benjumea de la feria de Valencia del año 19, y tantos y tantos otros toros de multitud de divisas, siempre en esa hora ensoñadora de los crepúsculos...

Puede ser que en sus primeros pasos balbucientes e inseguros, antes de crear el sueño de sus sueños taurinos, Juan necesitara su toro; pero a partir del año 1915, en que ya ha alternado en terna y mano a mano con Joselito , Belmonte ha ido asimilando aquella portentosa ciencia torera y se va haciendo torero grande en el dominio sin dejar de serlo nunca en el mando, que sobre esto del mando y el dominio también habrá que decir algo más adelante. Lo que no es ni justo ni licito es seguir aferrado a tamaño desatino cuando Juan, en su segunda etapa, deviene consumado y perfecto maestro.