Juan Belmonte, al que todo el mundo conoció por el apodo del Trianero, y del que la Historia de los Toros habla designándole siempre como el Trianero por antonomasia, no era de Triana, sino de Sevilla, en cuya calle de la Feria número 72 nació, el día 14 de abril del año 1892, donde a la sazón tenían sus padres una pequeña tienda de quincalla con la que la familia vivía con relativo desahogo. A los seis años empezó sus primeras letras, las que hubo de abandonar dos años después, a la muerte de su madre, para ayudar al señor José, su padre, a los menesteres del negocio que, poco después, aquél trasladó al mercado de Triana, adonde la familia fué a vivir. Por circunstancias que no viene al caso relatar, la quincallería hizo crisis, el negocio se vino abajo y la infancia de Juan empezó a conocer las necesidades más próximas a la miseria, si no la miseria misma. Fué entonces cuando el muchacho se dió cuenta de que había que imprimir un reviraje a la vida y orientar el rumbo hacia horizontes más productivos. Y pensó en ser torero, pero sin esa fuerza vocacional que arrastra el ser hacia las más insospechadas y heroicas aventuras. Pensó en los toros como pensó también en hacerse cazador de leones, intento que se le frustró a las primeras de cambio. Juan, temperamento un poco anarquista, por lo indisciplinado, se une por aquel entonces a la pandilla de chicuelos que merodean en torno al Altozano trianero, y con ellos y al calor de sus iniciativas taurófilas se va entrañando en su espíritu el deseo de hacerse torero; pero esos años y los que inmediatamente le van a suceder son profundamente tristes para el chico, que, huérfano y sin calor de madre, en ruina la casa y asediada la familia por la más total angustia económica, siente cómo su ánimo contristado se va haciendo escéptico y su alma indiferente a cuanto le rodea. A esta época pertenecen las escapadas a Tablada, atravesando el río a nado en noches de luna para irse a torear a las dehesas de aquellos parajes, desnudos los cuerpos y relucientes de plata fluvial, que cantaría Gerardo Diego. Para las noches sin luna disponían los mozalbetes del Altozano de un candil de aceite, y a ese amparo, dice el propio Belmonte que nació el temple, pues falto de luz natural el ambiente y no habiendo más que la que les proporcionaba la candileja, había que hacer por empapar a los toros y llevados bien embarcados para que no se les fueran del trapo que hacía de muleta.