Juan, en principio, no ha sido un torero vocacional. Su afición a los toros fue de efecto retardado y no se le manifestó con verdadera pujanza hasta que empezó a saborear las mieles del triunfo, Le interesaban más los libros, y su ilusión infantil era leer, leer intensamente, infatigablemente. Cuando se iba a Tablada a torear de noche, más iba arrastrado por la curiosidad y el encanto de la aventura que por auténtica afición taurina. Casi podría asegurarse que fué el estado de desesperación familiar lo que le empujó hacia el toreo más que el entusiasmo de ser torero. Es, después de la corta de Tablada, cuando el hambre afila su dentadura ante la casa en ruina y amenaza con el desastre, cuando en Juan se despiertan, agigantadas, las ansias de colgarse de los pitones de los toros o de salir triunfante de las plazas. Y es entonces cuando empiezan, si bien despaciosa y trabajosamente las anunciaciones de Castellón, las auroras de Valencia y la gloriosa culminación sevillana.
Lo que sí tenía Juan en abundancia era valor. Un valor a prueba de continuas adversidades y de constantes desdichas y dolores. Valor que irradiaba de todo su ser y que inundaba de fe y de confianza toda su individualidad. No había riesgo que le acobardara ni peligro que acogotara su ánimo. A veces, tanto valor más parecía temeridad insana o insensata intrepidez que arrojo reflexivo y ecuánime. Hasta que el torero se fué serenando y templando y familiarizando con el peligro. Entonces el valor era valor verdadero, sin confusiones, mezclas ni tenebrosidades. Valor de verdad, con conciencia del riesgo en que se colocaba y afrontándolo en plenitud de serenidad inconmovible. Pocos toreros como él, con tan inconmensurable valor, tan a prueba de contrariedades, como si un sino fatal se interpusiera entre la luz de genio que iluminaba su alma y la feliz realización de sus sueños.
¿Y qué decir del pundonor, piedra angular de la profesionalidad taurina, en Juan Belmonte? Bastaría para acreditarlo superlativamente relatar al detalle algunos hechos de su vida torera. Como el de los Miuras de Sevilla en feria de abril de 1914, del que haré referencia pormenorizada en el capítulo anecdótico. Y como el de la corrida de aquel otro inmortal 2 de mayo del año 14, en la que Juan, sin preocuparse de toros ni de toreros, viene a Madrid, recién alternativado, a competir por vez primera con el que había de ser su invicto rival, Joselito , a torear una corrida de Contreras, haciendo el paseillo emparedado entre los dos hermanos Gallo, que era la doble ventaja de los gallistas en aquel primer encuentro en el coso cortesano. La expectación era indescriptible; el entusiasmo, arrollador, y la furia pasional de los idólatras de ambos bandos, verdaderamente terrible. A presenciar ese encuentro acudió la afición de toda España, y la ansiedad desbordaba cuantos cálculos y previsiones pudieran hacerse, Joselito había estado magnífico en su segundo toro, y Juan, bien, muy bien en su primero; pero en cuanto saltó a la arena el sexto, "Tallealto", negro, buen tipo y bien armado, Juan se fué a él y le recibió con unas verónicas y un farol que acabaron con el mundo. Siguió a esto un brillante tercio de quites, y a la hora suprema de la verdad, la faena de Juan fué de época. No se trata de describir la inolvidable labor de Juan en aquel toro, sino de enaltecer el gesto pundonoroso de venir a Madrid a contender por vez primera ante su público con Joselito el Gallo , escoltado esa tarde por su hermano Rafael, que no era moco de pavo. Pero la reseña de Don Modesto en El Liberal terminaba aquel día con estas palabras: "La faena más grande que se ha hecho desde que existe el toreo. ¿Fué un sueño? ¿Una quimera? ¿Una alucinación? Sí, eso fué. La trágica alucinación de un cerebro enfermo."
Otro gesto memorable de pundonor del trianero fué la corrida del Montepío de Toreros, celebrada también en Madrid, el 21 de junio, el sol en el cenit de la elíptica, entrada triunfal del verano del año 1917, alternando con Gaona y Joselito . ¡Qué tercio de quites en aquel quinto toro! ¡Cómo estuvieron Rodolfo y José con los palos! y qué delirio, qué desvarío, qué locura la del público pidiendo a gritos una corrida con los dos solos, Gaona y Joselito , mientras Juan, arrumbado contra un burladero, esperaba impaciente la salida del sexto toro. (Casi siempre los gestos memorables de Juan han sido en los últimos toros, cuando la tarde cae ya vencida por las sombras.) No sé lo que Terremoto pensaría en aquel trance para él trágico. ¿Es que él, Juan Belmonte, no pintaba nada allí ni en el Toreo? ¿Es que ya nadie se acordaba de sus triunfos ni de su fulgurante historial? Lo cierto era que la multitud, enronquecida, seguía pidiendo a la empresa una corrida para Gaona y Joselito : "¡Solos! ¡Los dos solos!"
Y cuando salió el último toro, de Concha y Sierra, negro, escurrido de carnes, pero con dos reverendísimos pitones, el panorama cambió de punta a rabo. ¡Qué verónicas las de Juan en el primer tercio y qué serie de quites de los maestros! Dos de Juan, dos de Gaona y uno de Gallito a cual más bello, impresionante y artístico. Cubren el de banderillas Muera y Magritas con magistral arte y guapeza, y allá que te va Juan, ante la expectación de la concurrencia, que casi está deseosa de irse después de lo de Gaona y Joselito , que considera lo nunca visto, el desideratum del toreo. Y lo que allí sucedió ni entonces pudo ni ahora podría describirse. Aquello fué lo inenarrable. Corrochano, que se creía el revistero de más serenidad del mundo, el que por nada ni por nadie se alucinaba ni perdía la ecuanimidad. El que en el tendido permanecía siempre frío y al margen de los delirios multitudinarios. El hombre de nieve, imperturbable, inconmovible, inalterable, ese día --confiesa-- "por primera vez en mi vida, perdí la serenidad y fuí uno más en el tendido, sin nervio, sin dominio de la voluntad, gesticulando, vociferando, dando gritos y llevándome las manos a la cabeza como un poseso". Y Don Pío , el famoso furibundo gallista , ante la negativa del presidente de darle a Juan la oreja del toro, por matar de un pinchazo y media estocada, protesta, y dice: "Ni falta que le hace a Juan. Pero si le preocupa a usted eso, corte usted las dos y el rabo y las patas y llévese todo el toro, que se lo doy yo, que soy gallista y me firmo Don Pío ." Y López Barbadillo, en El Imparcial , pide que, vistas las proezas de Juan, nunca vistas por ojos humanos, se declare al trianero monumento nacional. Entretanto, doblado ya el toro. Sus Majestades los Reyes de España seguían aplaudiendo en el palco real y la muchedumbre se había echado al ruedo y, cogiendo a Belmonte en hombros, se lo había llevado como un trofeo por la puerta grande, camino de la gloria. Y Joselito y Gaona salían por la de arrastre, los dos solos, completamente solos.
- Los gestos de pundonor de Juan Belmonte eran todos por el estilo de los reseñados.