Precisamente el objetivo de este mí modesto trabajo, lector amable, es estudiar los valores artísticos de los toreros que constituyeron esta inolvidable competencia que dió a la Fiesta su época más gloriosa, lo cual habré de ir haciendo después de dejar plasmado el perfil profesional de aquéllos, que es lo que en estos momentos vengo haciendo; no obstante ello, interesa mucho hacer una previa exposición de las características del arte que cada cual comportaba. Quiero decir que, dibujada ya, con más o menos habilidad y suerte la personalidad física y temperamental de Gallito, voy a expresar acto seguido cuál era y en qué consistía el arte de torear del diestro de Gelves.
Si tendemos una mirada superficial a todo lo largo y lo ancho de la Historia de los toros, en seguida echaremos de ver que en la línea de los lidiadores propiamente dicho descuellan con estatura de primera magnitud Pedro Romero, Paquiro, Lagartijo, Guerrita y Ricardo Torres. Pues bien, en esta línea tenemos que colocar a Joselito el Gallo siempre que pretendamos analizar sus procedimientos técnicos, porque Joselito ha sido siempre, incluidos sus últimos años, cuando ya se había asimilado muy beneficiosamente buena porción del arte belmontismo, más lidiador que torero, y ya hablaré en su momento de la diferencia que existe entre la una y la otra calificación, que gran número de críticos, a mi modo de ver, confunden o identificar. Yo no he visto torear ni a Pedro Romero ni a Guerrita, pongo por lidiadores consumados, pero ahí tengo la Historia, que es la que me va enseñando cuanto haya que saber del pasado que desconocemos, porque no creo yo que la Historia del Toreo pueda considerarse diferente a la Historia de los pueblos y de las artes por la que aprendemos a conocer, estimar y valorar las virtudes y cualidades de unos y otras. Pues bien, con la Historia de los toros a la vista, y habida cuenta de cuantas circunstancias hayan concurrido en cada caso, yo me permito creer que Joselito ha sido más lidiador y superior torero, aunque fuera menos matador en lo que al rondeño respecta, que cualquiera de los dos diestros recién mencionados. Es decir, que si Pedro Romero ha sido el lidiador más grande del siglo XVIII y Rafael Guerra el más extraordinario del XIX, José Gómez Ortega ha sido superior a ellos, porque, dentro de los mismos cánones clásicos a los que nadie como ellos se han sujetado y sometido, Gallito fué torero más integral y, si cabe la expresión, más perfecto, por más completo o, en igualdad de circunstancias, como en el caso de Guerrita, dentro de lo completo, por más acabado, extenso, rico y artista. Gallito, pues, el torero más completo de todos los tiempos.
Nadie discute ya que el Toreo, además de ser un arte, es una ciencia, y esta ciencia consiste, entre otras cosas menores, en conocer los instintos, caracteres, resabios, querencia, etc., de los toros; en saber cuáles sí y cuáles no son los terrenos del ruedo más adecuados para realizar la lidia de los toros, según éstos se vayan manifestando; en conocer cuánto, con más extensión mejor, las diferentes y más varias suertes taurinas y, en fin, en saber cuándo éstas y cuáles de éstas deben ser aplicadas a la lidia para beneficiarse lo más posible en orden a la brillantez de la labor y a la seguridad de la persona. En este orden de cosas nadie, de que yo tenga conocimiento, ha estado más cerca de lograrlo que el hijo del señor Fernando, porque nadie como él sabía de toros, de terrenos y de suertes. Pocos aficionados sensatos capaces de dejar de lado fanatismos e idolatrías inoperantes -mejor si han llegado a conocer a este torero- estarán dispuestos a negar mi afirmación.
José ha sido, quizá, el torero con más repertorio técnico de cuantos han existido. Esto es lo que hoy algunos llaman torero largo, aunque para mí la longitud del torero no se ve en la cantidad de suertes que domina, sino en la cantidad que domina de toros. También de las dimensiones del torero y del toreo hablaré algo más adelante.
La capa de Joselito era portentosa en todos los tercios. Y digo en todos los tercios, aunque se sorprenda el buen lector, porque no era ya toreando durante el primero de aquéllos a una o a dos manos, bien en suertes naturales o cambiadas, en recortes, galleos y adornos; a la verónica o por navarras, y hasta en ocurrencias instantáneas o improvisaciones inspiradas, sino que era en los otros dos restantes tercios, bregando con magistratura asombrosa para cambiar de terreno a un toro o ponerlo en suerte o para hacer los quites, en los que como nadie era plural y variadísimo.
En el segundo tercio, preparando, ejecutando y colocando era casi perfecto. En cualquier sitio de la plaza, con cualquier toro y en cualquier momento, Joselito realizaba la suerte de banderillear por manera maestra. Al principio, en verdad, sólo por un lado; después, por los dos. Y echándole valor al lance como ninguno, porque lo que nunca se había visto a nadie se le vió a él hacerlo más de una vez, como era quebrar a un mismo toro cuatro pares de banderillas por el mismo pitón en el centro del ruedo. No ha habido tampoco con las banderillas matador más acabado y fácil. Lagartijo, Fuentes, Gaona, podrían, en un par, ejecutar la suerte con más belleza y arte; pero en todos los pares, con más técnica y sapiencia, ninguno de ellos .
En cuanto a la muleta, tampoco la ha habido más poderosa y dominadora. Más bella, sí, naturalmente; pero no más sabia y decidida. (Por si algún suspicaz lector me creyera apasionado joselista , me interesa hacer constar, aunque no tenga más que una importancia adjetiva, que yo he sido, y soy, belmontista furibundo, por considerar a Belmonte el torero más genial y artista que ha habido en toda la redondez de la Tauromaquia. José y Juan eran dos cosas distintas, y ni lo cortés quita lo valiente ni, la pasión me priva del conocimiento. Si fuera en 1917...) Continúo. Con la muleta, Joselito era en las plazas un emperador. Lo mismo era que los toros fueran bravos que mansos, fáciles que broncos, reservones que alegres, recelosos que pastueños. Llevaba, a veces, la espada por delante en los naturales; pero este defecto se le fué quitando a medida que, por contagio con Juan, iba perfeccionando su estilo.
La espada, en cambio, le fué muchas veces desleal. Acertó con ella en mil ocasiones, pero con desdichada frecuencia le fallaba y deslucía no pocas faenas que iban para memorables. No quiere esto decir que José fuera un estoqueador detestable, ni mucho menos. Sencillamente, no era bueno, y en él, tan grande en todo lo demás, la falta resaltaba y parecía más escandalosa. Pero no una, sino cientos de veces practicó la suerte de recibir con innegable acierto, y muchas más el volapié con toda corrección y pureza, no obstante su incorregible costumbre de llevar alta la mano y adelantada la muleta, lo cual no considero como demérito importante.
Por lo demás, en la plaza, José era un perfecto director de lidia que estaba en todos los detalles, y su colocación en todos los tercios ha sido siempre impecable.
Cumple decir que su estilo alegre y florido fué cambiando al contacto con el sobrio y severo de su rival y haciéndose, sobre todo después del segundo año de colaboración, de una más depurada estética.