Joselito fué torero, por lo menos en potencia, desde que tuvo uso de razón. Toda su vida es una vida de obsesión taurina. Y esta obsesión, que le nace con los primeros alientos, no le abandona hasta la muerte. La afición a los toros es el leit-motiv de su existencia, al que se entrega en cuerpo y alma sin declinación ni decaimiento. Sus pensamientos, sus palabras, sus hechos, se movilizan íntegramente por el motor de sus afanes y devociones taurinas. "Cuando una corrida se me da bien y se me aplaude con calor no me cambio ni por el Rey de España", les dice a los amigos en las tardes triunfales.
Fuera de las plazas su delirio era el campo, el caballo y las dehesas, en las que se adiestraba incesantemente todos los inviernos y analizaba las condiciones del ganado bravo. Cualesquier otra preocupación o necesidad pasaba a término secundario ante la del toreo. Casi todo lo demás le era ajeno. El se cree un elegido de Dios o del Destino para las funciones de la Tauromaquia, y a ellas dedica con fervor e ilusión infatigable todas sus actividades vitales. Uno piensa sobre este caso de innegable fatalismo humano que Joselito fué un predestinado de la fatalidad para el toreo y cayó fatalmente abatido por las astas de un toro en olor de torería. Si hoy viviera José, seguiría siendo tan torero en la calle, porque en los ruedos ya no podría serlo, como lo era en sus mejores tiempos juveniles, y no es difícil adivinar lo que pensaría y diría de la actualidad taurina, tan distinta y distante de lo que en sus tiempos era. Es más que probable que ni a la fuerza pisara un tendido; pero es seguro que seguiría yendo a las dehesas a añorar entre las vaquillas y los toros los benditos años de su gloriosa carrera.
En cuanto al valor, pocos con tanto como él porque pocos con tanta conciencia del peligro que a diario afrontaba, y del que la mayoría de las veces sabía salir victorioso. Ese era el valor verdadero y no, el alocado que busca temerariamente el riesgo sin calibrarlo y sin otro fin que producir una espectacularidad que impresione al público y le arranque el ¡ay! en vez del ¡olé!
¿Y qué diríamos del pundonor de Joselito, que no esté implícito ya en las diferentes anécdotas anteriormente exhumadas? Ahí está el gesto y gesta de su presentación en Madrid, paradigma de dignidad profesional y de conciencia torera. Y su reto a Curro Martín Vázquez. Y sus actuaciones alternando con Bombita. Y el episodio de Valencia, del que aún no he dicho nada y que dejo para el final de este trabajo, aunque ahora lo aluda de pasada diciendo que en 1913 había toreado una corrida de siete toros, de Guadalest, en Valencia cosechando un gran triunfo; que en 1914, en octubre, como en la del año anterior, toreó otra de seis toros de Contreras, los cuales despachó triunfalmente, saliendo de la plaza en hombros. Cuando así salía, una voz de un grupo le gritó: "¡Muy bien, José, muy bien! Pero eso con Miuras." Y al año siguiente, por exigencia suya, lidió, como único espada, una corrida de Miura, también en octubre y también salió en hombros de los entusiastas. Esas cosas de alto y noble pundonor las hacía Joselito el Gallo, porque era un torero muy bueno. Si, señor, muy bueno, como le dijo aquel día al empresario Castillo.