Por François Zumbiehl, socio de «Los de José y Juan».
La tarde de Azpeitia del 31 de julio, con el triunfo de la terna Morante de la Puebla, Daniel Luque y Juan Ortega, nos ha hecho vivir un extraño y entrañable choque cultural. Uno no se puede sentir más en tierra vasca en esta plaza dominada por un inmenso y verde cerro, en el alto del cual asoma un caserón sometido al capricho de las nubes. Aquí los rituales genuinos se observan con religioso rigor: tercio de banderillas amenizado por los txistus, zortziko en honor a un banderillero muerto en el siglo XIX, cantado antes del arrastre del tercer toro con el público en pie y descubierto, cánticos entonados por el respetable a plena voz…Sin embargo, ni un ole falta al menor lance realizado con torería, ni un abanico recogido en el ruedo por el diestro en su vuelta triunfal. Cuando una faena, que ha tomado su vuelo, merece ser acompañada por la banda, ésta no tiene ningún escrúpulo en cambiar las jotas, regaladas entre toro y toro, por los pasodobles con filigranas de fandangos de Huelva, que cobran en este entorno un sabor particular. En ese norte vascuence las tonalidades del sur están acogidas e incluidas en el jolgorio festivo sin el menor reparo.
En esa tarde de Azpeitia, y en esas fiestas de San Ignacio, el empaque sevillano tocó todas las fibras de la afición, que brindó a los toreros un triunfo sonado y dejó en nada las cuatro voces de los antitaurinos de turno, manifestando también su ritual presencia a la puerta de la plaza. La intensidad escultural de los pases dibujados por Morante como un cante jondo, la verticalidad quieta de Luque aspirando las embestidas y arrimándose entre los pitones al final, las lentísimas caricias de Juan Ortega en el manejo de los trastos – ¡esa media verónica que planeó en el aire como una nube serena, enterísima y no media! – iluminaron la tarde y despejaron lo que quedaba de gris en la meteorología.Hasta la blancura del caserón, cercado por la niebla en el alto del cerro, acabó por resplandecer. Azpeitia en fiestas, celebrando con orgullo y alegría su cultura vasca en un clima de convivencia, sin menoscaba su entusiasmo por todo lo que Sevilla ha aportado al mundo de los toros, para mí fue una revelación.
Una tarde redonda, feliz. Pablo Aguado corta cuatro orejas, abre la Puerta del Príncipe y se consagra como figura del toreo. Y lo esencial: logra todo esto con el toreo clásico, de siempre, de calidad, sin moderneces: ¡gloria pura! La gente se vuelve loca presenciando lo que hace tiempo que no veía, sale de la Plaza toreando. Y, para redondearlo, Roca Rey continúa arrollando y Morante deleita con su personalidad.
Desde que se anunciaron los carteles, éste era el preferido. ¿Se imaginan lo que hubiera sido transmitir esta corrida por Televisión Española, en abierto, como antes se hacía?
Jandilla lidia una corrida seria, encastada y noble, en general.
En el primero, Morante dibuja sólo tres verónicas solemnes, con la mano de salida alta, no más. Tragando, le saca un par de derechazos a cámara lenta y resuelve con garbo sevillano: Ha habido poco toro, para una faena completa. Pincha sin estrecharse. En el quite al cuarto –su último toro de la Feria– logra, por fin, las verónicas lentísimas, magníficas. Para asombro general, comienza de rodillas, por alto, y enlaza muletazos suaves, limpios, con naturalidad y torería. La faena tiene momentos hermosos pero se queda a medias, aunque el diestro expone y porfía. Y mata echándose de verdad. Acompaña la muerte con torería, pañuelo en mano, en una imagen para los fotógrafos. Aunque suena un aviso, la gente exige la oreja.
Roca Rey sigue arrollando en Sevilla. En el segundo, va a portagayola y ha de tirarse al albero para que el toro no lo arrolle. Rápidamente, encadena seis largas cambiadas de rodillas, en el tercio. Mi vecino comenta: «¡La revolución!» Pone a la gente en pie y suena la música. Se luce Domínguez, lidiando, y Viruta, con los palos. Brinda a Rafael Serna. Comienza con cinco muletazos de rodillas, por alto. Se lo enrosca a la cintura suavemente, aguanta parones hasta que, en uno, se lo echa a los lomos. Cuando el toro se acaba, se mete entre los pitones. Pegado a tablas, le pega un sopapo contundente: oreja y petición de la segunda. Ha sido una faena de gran emoción, ha demostrado su gran capacidad. En el quinto, comienza con péndulos; manda mucho en muletazos largos, ligados, dejándole la muleta en la cara, tirando del toro, que se queda a medias. Pierde la oreja al pinchar una vez. Pero deja gran impresión, igual que en todas las Plazas.
Pablo Aguado aporta algo importante: la ilusión por un nuevo diestro sevillano, que torea muy bien, dentro de las normas del clasicismo. Dibuja verónicas en el tercero; aguanta bien el picador Juan Carlos Sánchez. El toro espera en banderillas pero embiste con nobleza, en la muleta. Muletea con el estilo clásico sevillano, serio, sin florituras, que nunca pasará de moda. Sentencia mi vecino: «Hacía tiempo que no veíamos torear así». Tiene razón. Cuando mata de una estocada, acierta el presidente José Luque sacando, de golpe, los dos pañuelos. Las verónicas al último, jugando los brazos con naturalidad, entusiasman. El quite, también por lo clásico, hace sonar la música. Lo saca Morante del caballo con el quite del «bu», de Gallito, con el capote sobre los hombros, que sorprende al público. Iván García clava dos grandes pares y también suena la música. Con un toro algo quedado, Aguado corre la mano con suavidad y torería, a los compases de «Suspiros de España». Cuando el toro se para, recurre a los naturales de frente, uno a uno, de Manolo Vázquez. La Plaza es un corazón unánime que le está empujando, cuando entra a matar y logra la estocada. Ni el público ni el presidente lo dudan: ¡dos orejas y la Puerta del Príncipe! Castelar hubiera dicho: «¡Grande es Dios en el Sinaí!»
Sin triunfalismos, una tarde inolvidable. Lo decía Marcial Lalanda: «Con toros bravos y toreros clásicos, la Fiesta es incomparable». Salimos de la Plaza de los Toros con la gozosa plenitud y el agotamiento de haber vivido –no sólo presenciado– una experiencia estética única. Volvemos a la realidad, en esta terraza que se asoma a un panorama único. Lo dijo Romero Murube: «No creo que haya placer en el mundo comparable a esa embriaguez de los crepúsculos de Sevilla, sobre el río: es morir un poco, en la gloria». Añado yo: y una gran tarde de toros, en esta Plaza, es vivir en la gloria.
Andrés Amorós, socio de la Peña Taurina “Los de José y Juan”, es doctor en Filología Románica y catedrático de Literatura Española en la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado obras relevantes sobre la tauromaquia y actualmente ejerce la crítica taurina en el diario ABC de Madrid. Entre sus galardones destacan el Premio Nacional de Ensayo, el Premio Nacional de la Crítica Literaria, el Premio Fastenrath de la Real Academia Española y el Premio José María de Cossío.