Un día como hoy, el 16 de mayo de 1920, murió José Gómez Ortega (Joselito) en la plaza de toros de Talavera de la Reina. La muerte de Joselito fue un hecho fatal, un accidente irreparable e inevitable. A él -se ha dicho mil veces-, que no le afligió ningún toro, le mató uno, como correspondía a su gran capacidad torera. José no tuvo ni muchas ni muy graves cogidas. De éstas sólo cuatro que en ningún instante llegaron a inquietar a los doctores. La última, repito, fue fatal. Su destino estaba en Talavera y allí tenía que cumplirse ineluctablemente. Porque José no tenía que lidiar esa corrida. La empresa talaverana tenía ya pensado el cartel para aquel día con el Gallo, Larita y Sánchez Mejias.
Hoy, esta Peña Taurina de Los de José y Juan quiere rendir un tributo a su muerte recordando este famoso y emotivo texto de Gregorio Corrochano.
Cogida y muerte de Joselito.
¿Qué es torear? Yo no lo sé. Creí que lo sabía Joselito y vi cómo le mató un toro.
16 de mayo. Feria en Talavera. Toros.
Mes de mayo. Mal mes para los toreros. Mucha primavera en el campo. Mucha sangre brava en los toros.
Las hojas del calendario de mayo, al caer, se hicieron fecha en lápida de mármol.
Esta del 16 va con el grupo castizo de Benlliure, y con el paseíllo triste y enlutado de los toreros, que salen con la montera en la mano, como si le brindaran la corrida.
Una plaza de toros como hay muchas. La plaza apoyada en una ermita de la Virgen del Prado, como si fuera una monumental capilla, donde rezan los toreros. Desde el tendido se ve la torre de la ermita, como desde la Maestranza se ve la Giralda. Los árboles de una alameda se asoman al ruedo, y ofrecen localidad incómoda pero gratuita, a unos muchachos. Tampoco es cómodo y menos gratuito el asiento de las plazas. El torero que pisó primero este ruedo fue Fernando el Gallo con Antonio Arana Jarana. Inauguró la plaza donde había de torear su hijo por última vez.
Las seis de la tarde. En el ruedo hay un toro que se llama Bailaor. Es hijo de Canastillo, del conde de Santa Coloma, y de la vaca Bailaora, del Duque de Veragua. Es negro, bajo de agujas, bien criado, bien puesto en cornicorto, con la cabeza rizada como si tuviera piel de karakul, muy en el tipo de Santa Coloma. Así era también el toro Bravío. Se oye el toque de un cambio de suerte. Van a Banderillear.
Joselito se acerca a la barrera a coger los trastos de matar.
– El toro ha perdido la vista en los caballos – me dijo Joselito.
– El toro me parece burriciego – le contesto yo.
Cada uno razona su punto de vista. Antes de ponernos de acuerdo, corta el diálogo un clarín. El clarín anuncia que ha llegado la hora de la muerte. Esto es tan frecuente, se oye tantas tardes, que a nadie inquieta, ni a las mujeres que llevan flores para el torero, con una inconsciente anticipación.
Sale Joselito armado de estoque y muleta. Va a matar al toro. Nadie sospecha; ni él. Joselito, con la idea fija, seguro de su experiencia, de que el toro ha perdido la vista en los caballos, le acerca la muleta a los ojos, para que la vea. El toro no la ve, y derrota en corto por instinto. Se separa el torero para irle por otro terreno. Cuando al separarse Joselito, entra en la distancia a la que el toro ve, se le arranca. José le espera tranquilo, y trata de desviarle con la muleta, como hizo tantas veces con exactitud. Pero el toro al llegar a la muleta la pierde, no la ve, no la sigue, y remata a ciegas en el bulto. Levanta al torero prendido por un muslo, cae sobre la cabeza del toro, y en el aire, le da con el otro pitón la cornada que le mata. Todo a ciegas. El toro le hiere sin verle, porque ha perdido la vista en los caballos, como creía él, o porque era burriciego de los que no ven de cerca, como creía yo. No nos pusimos de acuerdo, y me quedó la duda. Ya era igual. A Joselito le había matado el toro.
En la enfermería de la plaza, le rodea su cuadrilla llena de espanto, y Sánchez Mejías que había alternado con él. Dicen palabras incoherentes mezcladas con sollozos. Lloran por él y por ellos. Si a Joselito, el maestro, le ha matado un toro, a ellos ¿qué va a sucederles? Cada uno vive por un quite que le hizo José. Ahora, sin él, ¿cómo iban a torear?
Ignacio, que nunca pudo sospechar que tendría que matar al toro que mató a Joselito.
Camero, su gran picador de los toros difíciles, de los que triunfaron, mil veces más difíciles y peligrosos que Bailaor.
Blanquet, a quien mandaba con la mirada, o llamándole con la mano cuando no podía distraer la vista del toro.
Enrique el Almendro, decía con su andaluz mordiente: ¡Te fiste! ¡Te fiste! y repetía Parrita: ¡Se fue! ¡Se fue!
Lo veían y no lo podían creer. Ellos, que cuando esperaban intranquilos en el patio de caballos, antes de la corrida, al ver llegar a Joselito decían: Ya está ahí José. Y esto les volvía la tranquilidad. Como si no supieran que vendría puntualmente, como si temieran que no llegara a tiempo y tuvieran que torear sin él: Ya está ahí José. Y se liaban los capotes al cuerpo. Ahora sí estaban sin él. Tendrían que torear sin él. Porque ya no llegaría al patio de caballos. Qué tragedia la de estos hombres, sin el hombre; la de esta cuadrilla, sin el maestro. Todos tenían pena y terror. No era el miedo a la muerte, a la que vieron cerca muchas veces. Era que daba miedo ver a Joselito matado por un toro.
A media noche empezó a llegar gente de Madrid. Unos eran periodistas y fotógrafos. Otros no tenían nada que hacer allí. Nadie sabe quiénes son. Se acercaban silenciosos, y decían mirándose, sin atreverse a alzar la voz: ¡Es verdad! ¡Es verdad! y salían.
La enfermería tenía una ventana con reja. Entró la luz cárdena, de esa hora indecisa, hecha de noche y día, del amanecer. Joselito no la vio. La cuadrilla, despeinada por las manos crispadas, las coletas deshechas, lacias, caídas, los ojos «emparpitaos» como en la saeta de Manuel Torres, el rostro dolorido y amarillento como los cirios de la capilla ardiente; parecía que aquellos hombres se habían muerto durante la noche.
En un corral cercano a la ventana de la enfermería había un toro, el sobrero de la corrida. El toro mugía, como si ventease a los toreros. Por la ventana entraban los mugidos del toro, y se rompió el silencio del dolor y de la muerte ¡Todavía el toro!
Aquellos hombres – Ignacio, Camero, Blanquet, El Almendro – oían al toro, sentían al toro y miraban sin pestañear a José.
Llegó el día.
– Vámonos a Sevilla – Dijo Ignacio levantándose.
Se levantaron todos. Cogieron a Joselito. Le sacaron en hombres de la plaza. En hombros había salido muchas veces. Pero ahora le sacaban sin ruido, sin risas, sin palmas, silenciosamente. Y abrazados a él, se lo llevaron a Sevilla.
¿Qué es torear?