Por Gonzalo Santonja Gómez-Agero.
Tarde tras tarde, cuando distingo al Rey don Juan Carlos I en los tendidos, invariable y felizmente me digo: he ahí un hombre, autoridad suprema del país desde la muerte de Franco hasta que él mismo decidió ceder los trastos a su primogénito, que siempre ha estado en su sitio, no ya a la altura de las circunstancias sino por encima de ellas cuando ha sido menester, uña y carne con el común de los aficionados “sin reparar en puntillos” ni ceder a presiones. Por eso se le recibe con la ovación cerrada que ha sabido ganarse en el ruedo, tantas veces dramático y ahora complicadísimo, de la convivencia española.
En cuanto a reyes taurófilos, Don Juan Carlos ha gozado de muy ilustres predecesores. Nada menos, entre otros, que Carlos I, el Emperador, o Felipe II, el Prudente. Es curioso (y muy censurable) el proceder de algunos supuestos historiadores de la tauromaquia que con frecuencia repiten referencias indocumentadas mientras ponen en duda hechos y datos acreditados fehacientemente. Pongo por caso, la afición y destreza alanceadora de Carlos I o la taurofilia de Felipe II.
Respecto al primero, contamos incluso con testimonios “de vista”, como el de Luis Zapata de Chaves, escritor extremeño del XVI (nació y falleció en Llerena, Badajoz, 1525 y 1600), autor de una Miscelánea jugosa en la que da cuenta de la irrupción en la plaza de Valladolid, lanza en ristre, de Carlos I. Con los balcones, ventanas, estrados y gradas abarrotados, allí se congregaba la corte entera. Cronista minucioso, Zapata revela el nombre del toro en suerte, que fue grande, cornalón, sañudo y negro zaino: Mahoma.
“Yo lo vi”, pondera don Luis Zapata. Con el astado dueño y señor de la plaza, la tensión se cortaba. Uno, dos, tres caballeros mordieron el polvo, y nadie se atrevía a salir a su encuentro. Entonces, seguro de sí, el Emperador montó a caballo, requirió una lanza, se afirmó en los estribos y citó a Mahoma, que de repente “quedó parado”, “bufando y escarbando”, refugiado en tablas. Un noble se ofreció para sacarlo, queriendo dictar una lección al monarca: “Así le habría vuestra Majestad de llamar para que le entrase”, apuntó, pecando de altivo. El Emperador aceptó el desafío: “Id vos y veamos cómo hacéis”. El torazo lo derribó en la primera embestida “y échale fuera las tripas a su caballo”. En un quite salvador, el Emperador se llevó al astado, ganó distancia, volvió a su cara, citó de frente, ajustó el palo, lo asestó “por el cerviguillo una lançada” certera y Mahoma cayó fulminado.
La afición de Felipe II viene abonada por sus propias palabras. Consúltense las cartas a sus hijas, epístolas, sobre apasionantes, reveladoras de una personalidad a la que el tópico de la frialdad sencillamente calumnia. Agobiado por mil urgencias inaplazables, sin embargo Isabel y Catalina Micaela no se le iban del corazón, de la cabeza ni de la pluma. He aquí un fragmento de la misiva que el 21 de agosto de 1581 les dirige desde Lisboa: “Y sea enhorabuena haber cumplido vos, la mayor, quince años, que gran vejez es tener ya tantos años, aunque con todo esto creo que aún no sois mujer del todo. Y hoy ha hecho ocho días que os quise dar la enhorabuena y al escribir se me olvidó. Y vos, la menor, también cumpliréis presto catorce”.
Sus hijas crecieron, de niñas dieron en mujeres, se casaron, tuvieron hijos. Y a padre pendiente, abuelo atentísimo: “Muy bien está todo lo que me decís de mis nietos y que el mayor hable ya y al menor le salgan los dientes tan sin trabajo; Dios sabe lo que yo holgaría ya de verlos, y entretanto que crecen, enviadme siempre muy buenas nuevas de ellos y vuestras y de su padre” (Madrid, 12 de marzo de 1588).
En esa correspondencia, tan entrañable, los toros están muy presentes. Por ejemplo, en la letra que fecha en Lisboa a 17 de septiembre de 1582, víspera de corrida: “Si los toros que hay mañana, aquí delante, son tan buenos como la procesión no habrá más que pedir, y aunque sean como los tablados que han hecho para ellos, que son tan de propósito como si hubieran de durar mucho tiempo, y hoy los han comenzado a aderezar y van pareciendo bien, no sé lo que será mañana”. Así quería a los toros: solemnes y de respeto, como la procesión, una procesión enderezada en acción de gracias por el arribo de la flota victoriosa del Marqués de Santa Cruz. Y firmes, recios y poderosos, cual los tablados de la mejor madera. Nadie sospecharía que el autor de esta carta desaprobase un espectáculo que aguardaba con esas expectativas. “Si son tan buenos, no habrá más que pedir”.
Y no era el rey el único entusiasmado con la fiesta en ciernes. En su corte lisboeta, junto a familiares y colaboradores de confianza, tampoco faltaron personajes curiosos. Entre los tales se contaba una tal Magdalena, posiblemente Magdalena Ruiz, mujer especialmente controvertida, enana y loca para unos, ama juiciosa de las infantas para otros. En cualquier caso, dueña chispeante, graciosa, predispuesta a fiestas, convites, juegos, zambras, bailes y diversiones. Pues bien, en la antesala de los toros, aquella mujer se reconocía desconcentrada y distraída de los trajines habituales, solo pendiente de la corrida. Conocedora de tamaña afición y suponiendo su inquietud, Catalina le preguntó por Magdalena y él, padre obediente, respondió por partida doble: la dueña contaba los minutos con impaciencia, él albergaba las dudas de cualquier aficionado prudente. Posiblemente prudente por experimentado y, en esta ocasión, quizás por informado.
Y Magdalena tiene un pedazo de un terradillo que sale a la plaza en su aposento y ha estado tan ocupado en componerlo que no ha podido escribir, ni aun creo que ha querido, aunque yo se lo he acordado algunas veces, que dice que no puede acabar consigo de escribir en vísperas de toros; y está tan regocijada por ellos como si hubiesen de ser muy buenos y creo que serán muy ruines.
¿Qué cómo transcurrió la corrida? Conocemos el resultado por la pluma del propio Felipe II, cronista crítico y, precisamente por crítico, lacónico. Porque ayer al igual que hoy el relato de las corridas sin historia se agota con pocas palabras: “De los toros os escribí el otro día cuán ruines fueron y así no hay más que decir de ellos […]”, comentario que supone, en primera instancia, una carta perdida con consideraciones al respecto extensas y, en segunda, que las “infantas mis hijas” le habrían pedido detalles. De lo cual se infiere que el monarca trataba de toros con normalidad, por escrito y de palabra, en su círculo familiar. A la luz de tamañas evidencias, ¿quién cuestionaría su taurofilia?
Carlos I a través de Luiz Zapata, Felipe II por él mismo. ¿Leeremos algún día los comentarios taurinos entre Don Juan Carlos, su hija Doña Elena y sus nietos? Ese libro nos lo quitaríamos de las manos. A la espera de tal imposible, que no sería el primer imposible vencido de la literatura regia, hago mío el brindis habitual y sentido de los toreros:
-Majestad, esta articulillo y aun pienso que la toda la Agenda van por usted. La próxima tarde en que coincidamos en los tendidos los astados no saldrán ruines, los toreros estarán deslumbrantes y todos festejaremos su presencia con el cariño que se merece.
Es lo que un rey español alcanza cuando se pone en su sitio.
Gonzalo Santonja Gómez-Agero es catedrático de Literatura Española en la Universidad Complutense (2004), director de la Fundación Instituto Castellano y Leonés de la Lengua. Pertenece a Academia Norteamericana de la lengua Española (ANLE) y Academia Argentina de Letras, es Hijo Predilecto de Béjar (Salamanca), Honorary Fellow in Writing por la Universidad de Iowa (USA), Profesor Honorario de la Universidad Ricardo Palma (Lima, Perú), dirige desde 2010 el Foro Internacional de Filología de la Feria del Libro de Guadalajara (México) y, entre otras distinciones, es Premio Nacional de Literatura (Ensayo) y Premio Castilla y León de las Letras.