Parece que la condición natural del toro, por casta brava que posea, es la mansedumbre, lo que en buena lógica le lleva a huir del hombre y, sobre todo, del caballo desde el que le tunden con un lanzazo inmisericorde. La selección de la bravura es justamente invertir ese proceso.
El hallazgo moderno consiste en encontrar toros mansos que tras huir del hombre, del caballo y, si pueden, de la plaza, acaban embistiendo a la muleta del matador.
Puestas así las cosas, todo el esfuerzo por lograr una tauromaquia integral, está condenado al fracaso y sólo nos queda confiar en esa embestida crepuscular que pueda ser conducida con acierto por el diestro de turno.
En una plaza semivacía, a pesar del tirón del abono, Joselito Adame se puso delante de sus dos mansos de codiciosa embestida, más noble la del primero y más áspera la del segundo, para ganarse su puesto en el escalafón. Sus credenciales fueron un vistoso quite por zapopinas, que fueron importadas a España por El Juli rebautizándolas como lopecinas en un arranque de inmodestia, y una notable serie con la izquierda aguantando y mandando mucho al sexto toro, dentro del conjunto de dos faenas serias por colocación y riesgo, aunque hilvanadas con altibajos y mal rematadas con la espada. La afición dura, que era la que formaba mayoría en la plaza y ya se sabe que es mayormente ceñuda, más atenta a señalar lo que está mal que a valorar lo que está bien y poco proclive al aplauso, le valoró positivamente y aupado por el público cerró una tarde triunfal en una corrida anodina y mansa de El Montecillo.
Aunque sabemos que las corridas de toros son un espectáculo fundamentalmente aburrido, no nos resignamos a esta selección de mansedumbre, ayer representada por El Montecillo y otro día, por ejemplo, por Victoriano del Río, por mucho que le den premios a la mejor corrida del abono.
Andrés de Miguel