Un lance, un capotazo, pongamos que una lenta verónica, o dos o incluso dos verónicas por la derecha, una por la izquierda y una media fuera de la serie, la cual estuvo salpicada de enganchones aunque vibrante por la ganancia de terreno, difícilmente pueden saciar el deseo de ver desplegarse una faena, buena o imperfecta, pero completa, que empiece recibiendo al toro y acabe cobrando su vida, que tenga un sentido y una necesidad, que no otra cosa es la tauromaquia.
Quizá en estos años de travesía, en los que no hay toreros deslumbrantes, en los que necesitamos justificar la asistencia a la plaza más en la genérica afición que en la personalizada esperanza, debamos conformarnos con los retazos de buen gusto de los lances de Morante y con la leyenda de sus faenas en lejanos cosos, pero me resisto a contentarme con esos detalles, sabrosos aperitivos que están lejos de conformar una suculenta comida.
Afirmaba un aficionado de los que esperaban turno para fotografiarse junto a Rafael de Paula a la salida del 7, donde acudió a ver a Morante, quien pareció que le brindaba su primera serie de recibo al toro lanceándolo debajo de su localidad, que “esto es como una religión, el paulismo, ahora el morantismo”. Sin tratar de comparar a ambos toreros geniales e irregulares, más completo y macizo Morante que las ráfagas paulistas que tanto me conmovieron, me dio por pensar que lo malo de las religiones es cuando se pretenden imponer a los demás, aunque, como en este caso sea a golpe de aplausos y gritos.
Andrés de Miguel