El público de la plaza de toros de Madrid es amable, es impresionable, es maleable y es fundamentalmente voluble. Aplaudió tenazmente unos lances de recibo al primer juanpedro de Morante de la Puebla, atropellados y faltos de remate, en los que la mayoría aplaudidora debió fijarse en la intención del torero más que en su ejecución. Defendió las series de derechazos de Manzanares en el quinto de la tarde que ni salieron hiladas como es su costumbre, ni se pensaron ligadas como es razonable. El debutante Jiménez Fortes, al que cursimente llaman toricantano, con el espantoso neologismo creado en los años sesenta y que remite a una sociedad inmersa en la beatería oficial, fue grandemente ovacionado, tras mostrar todas sus carencias de novel, en un arrimón pasado de faena con el que cerró plaza. Asumió la dispareja, basta y zancuda corrida de Juan Pedro Domecq, como si fueran los descendientes del uro primigenio destinados al altar de los sacrificios propicios a todas las adoraciones.
Pese a ello, hay muchos que insisten que las figuras se sienten maltratadas en Madrid, que las ganaderías de postín son desechas en los estrictos reconocimientos veterinarios temerosos de las reacciones del público, que el público de Madrid mide con lupa a los toreros. Y así seguimos.
Todo esto lo doy por descontado día tras día, pero si hay algo que me indignó en el día del recuerdo de José Gómez Ortega Gallito, Joselito Maravilla, La gracia toreadora, fue que los indocumentados aplaudieran unos quites aunque oportunos, deslavazados, torpes y carentes de gracia del, por otra parte único torero actual tocado por el duende.
Morante está tocado por la gracia pero la mayoría de sus seguidores, no. Desgraciadamente es a estos a los que se oye en la plaza cuando no se ve al torero.
Andrés de Miguel