Lo confieso sin remordimiento, desde luego sin vanagloria, sin querer que sirva de ejemplo, pero con el alivio de confirmar que no se acaba el mundo. Lo confieso sin jactancia, lo digo sin altivez pero con satisfacción: Ayer no fui a los toros.
Mi ánimo es frágil, no soy un aficionado de estricta observancia, cuando estoy urgido por otras obligaciones hay veces que fallo, el mal tiempo me retrae y ayer día de San Isidro falté de mi localidad. La diferencia es que ayer me quedé con la entrada en el bolsillo, conseguí superar la fatal atracción que me lleva compulsivamente a esperar sentado en mi asiento que se abra, día tras día el portón que deja libre al primer enchiquerado de la tarde. Me desprendí de las recomendaciones que me hacían los amigos con los que compartí comida taurina y tras salir a la calle en vez de enfilar la calle Alcalá hasta Las Ventas, tiré por la calle Hortaleza hasta Chamberí y me sentí con una mezcla de vacío y alivio que me acompañó toda la tarde.
La sensación era parecida a la del conocido síndrome de abstinencia, tan familiar a los ex fumadores, que no acaban de ver las ventajas de dejar su acostumbrado cigarrillo, pero me sentí reconfortado al ver que no se acababa el mundo. Después, por la noche, conseguí dormir a pesar de saber que Perera había llamado de nuevo a la Puerta Grande y que yo no había estado. Pero sobre todo conseguí liberarme de la tiranía de la autoimpuesta asistencia a todas las corridas por el único motivo de estar incluidas en el abono más largo y desprovisto de interés de la temporada taurina.
Ayer no fui a los toros.