Cuando asistíamos a Las Ventas a finales de los 70 y principios de los 80, no sabíamos que estábamos asistiendo a un momento histórico. La recuperación de un espectáculo insólito en el que se mezclaba la expresión artística con el juego con la vida.
Antoñete, quien personalizó dicha recuperación, aparecía como un personaje singular en el que se mezclaba un valor excepcional, un gran conocimiento de los toros y una carrera con grandes altibajos debida a la mala fortuna y a un carácter algo abúlico. Atraídos por su personalidad y su toreo descubrimos la belleza de la trilogía imposible de la afición de Madrid que gusta del torero frágil, el toro duro y el toreo puro. Disfrutamos la seriedad y la belleza del toreo, posibilitadas por una cabeza privilegiada, expresadas en una estética que más que de pulido bronce era de puro hierro forjado y soportadas en un valor excepcional del que trascendía la fragilidad del artista creador. Para muchos de los que estábamos acudiendo a la fiesta de los toros, el toreo se llamaba Antoñete.
Además de sus canónicas faenas disfrutamos de actuaciones insólitas, como verle torear a puertas abiertas en Las Ventas o de su bella manera de celebrar su sesenta cumpleaños toreando dos toros en Aranjuez. “Déjale ir donde quiera” le dijo a El Boni quien bregaba para situar al toro en un terreno favorable, expresando que lo dominaría donde el toro quisiera aposentarse. Todos los terrenos eran del torero.
En su desaparición, nos queda a los aficionados, que le vimos torear, el recuerdo de la belleza de sus faenas y gestos, y a todos, el mito de un torero genial.
Andrés de Miguel
24 de octubre de 2011