Andaba decidido a no coger la pluma, o presionar la tecla del ordenador, en funciones de crítica taurina, una vez abandonada la misma. Permítaseme, desde la humilde condición de aficionado, sin embargo, expresar libremente una serie de pensamientos en torno a la reaparición de José Tomás en Valencia, en la pasada Feria de San Jaime de la bella capital levantina.
Como tantos otros estuve presente en el festejo; mi visión, por ende, no es la fría y desapasionada del espectador televisivo, del que ha podido seguir algunos momentos de la lidia a través de las imágenes vertidas en internet o en tal o cual medio audiovisual. ¡Cuántas veces hemos criticado —casi todos— las retransmisiones por frías, gélidas quizá, y desapasionadas! Y sin embargo, o en la renovada plaza valenciana, han aumentado –en vez de disminuir- las localidades acercándose al centenar de millares, o cuan pronto nos olvidamos de las propias ideas o críticas… La corrida de toros es pasión; es muchas otras cosas más, desde luego, pero por más que uno sea un espectador frío, calculador, analizador del más nimio detalle, no puede abstraerse hasta el punto de contemplar en vivo y en directo el espectáculo sin participar del conjunto, de la masa, del propio ambiente. Algunas veces se hará para denostarlo, para zaherirlo o burlarse de las expresiones de quienes no consideran lo que uno mismo está valorando; en otras lo será para dejarse llevar por las emociones volcadas a través de millares de corazones latiendo al unísono. Al fin y a la postre, uno también es humano…
No me he considerado, además, “ista” alguno en mi vida de aficionado, quizá con las únicas salvedades de Joselito el Gallo, o del Niño sabio de Camas, algo demasiado lejano ya como para ser considerado un defecto. Por más que uno tenga su propia idea que quién es quién en el mundo del toro, de cómo torea tal o cual espada o de cómo suele salir tal o cual toro, siempre me he dejado convencer por lo realizado en cada instante. Me he llegado a emocionar con matadores que no entran, para nada, en absoluto, de ninguna manera, en mi concepción de arte de torear; me he rendido ante corridas, o ante un toro, de ganaderías mil veces criticadas, despreciadas. Si en medio de alguna de esos millares de festejos contemplados he visto a un torero realizar algo sublime, alguna proeza lidiadora, ejecutar con gracia angelical un simple y aislado lance, por más que no fuera santo de mi personal devoción, me he emocionado y he cantado y contado —al menos a las amistades más próximas— el episodio.
De ahí que no termine de entender esta feroz polémica en torno a la reaparición de Tomás en el ruedo ché. Estuve presente, goce —y mucho, no les quepa duda— con mucho de lo que pude contemplar; me irritaron algunas otras cosas, incluso las denigré, las mancillé espiritualmente, pero mi apreciación del conjunto fue bastante positiva. Y pues mi formación es más científica que literaria, analicemos pausadamente, sin pasiones —que deben quedar reducidas al ámbito del coso, o a las discusiones de café—, detenidamente, algunos de los aspectos notorios de aquel festejo.
Se lidió un triste encierro de la ganadería salmantina de El Pilar, que —sin duda alguna, tampoco— ha tenido mejores y más claros exponentes. Corrida aceptablemente presentada para un ruedo como el valenciano, sin exageraciones en cuanto a trapío, más bien justito alguno de los lidiados —creo recordar que el segundo, por ejemplo—, en el que hubo dos inválidos insufribles —que poca gente protestó, yo entre estos últimos— que fueron a manos de Víctor Puerto, dos toros difíciles y complicados —los de José Tomás, especialmente el manso y rajado quinto—, y dos toros más nobles y boyantes, con mayor transmisión y cadencia en las embestidas —los del mejicano Saldívar—. Dos, dos y dos, y no tres y tres como suele ser habitual. Es preciso, es de buen aficionado —creo— el juzgar al toro antes que al torero, porque en función de las cualidades de aquél, habrá que valorar lo realizado por éste, como es lógico.
No he visto comparaciones con el ganado lidiado los otros días de la feria —estuve abonado a toda ella, y salvo la de rejones pude contemplarla en vivo al completo—. O sin ir más lejos, puesto que al parecer de figuras se trata, con la corrida (por llamarlo de alguna forma) del día anterior. Aquello sí que fue indecente, saltando al ruedo más de un gato, alguna sardina impresentable en coso de talanqueras; hubo protestas —no sé si se oirán por televisión o en el video correspondiente, porque tales manifestaciones son tratadas como groseras e improcedentes por los medios al uso— sobre más de uno de los bichejos que saltaron al ruedo (me acuerdo de la ganadería, pero les dejo el nombre en suspenso, para que lo busque el que quiera); el afeitado de alguno de ellos, más que presunto, era de análisis en comisaría de guardia… El primero, Dios bendito, perdió medio pitón en el peto del caballo, mucho antes de rematar en tablas por primera y única vez —en el segundo tercio—. Los escobillados de otros de los lidiados no auguraban ni presumían integridad alguna…, y nadie dice — casi siempre— absolutamente nada. Se trataba de ver el excelso arte de los toreros más aclamados de los últimos tiempos —décadas en uno de los casos— y años —en los otros dos—. Yo mismo, que conste, he aplaudido y me he emocionado muchas veces con ellos —con dos de ellos, más que, por desgracia, con el tercero al que prefiero verle en los últimos tiempos con el manso complicado y duro, que es cuando luce su verdadera capacidad—.
Tampoco podemos abstraernos de las condiciones climáticas —las ambientales eran extraordinarias, superiores, el clima de los tendidos no podía ser mejor—, porque tantas veces se clama contra ellas y he visto muy poco reflejadas aquellas en las muchas crónicas o comentarios que he leído. Hizo un verdadero vendaval, no constantemente, pero sí durante mucho del festejo, y especialmente –mire usted por donde— en los toros de Tomás o Puerto, aunque no dejara de soplar en los que le correspondieron al mejicano. Tengo para mí, no lo he querido volver a ver en frío video, que buena culpa del tremendo revolcón de Tomás, se debió precisamente a ello, a que el viento empujó la muleta, e hizo que el toro no se decidiera por ninguna de las salidas, acudiendo al bulto, y ya se sabe que José Tomás no mueve los pies, los clava éticamente en el suelo, expone en ello su vida, para crear esa emoción que trasciende a los tendidos. Para otros diestros, al parecer, hay excusa suficiente en los incesantes soplos de Eolo; para Tomás…, ni agua.
Para muchos, un revolcón es digno de aplauso, supone, más que un error en la concepción o ejecución de un lance, del toreo, un alarde de valor, de quietud, de negación de huída, de abstracción del innato instinto de conservación, ¡cuánto más, cuando el espada vuelve a la cara de la res a renglón seguido! En el caso de Tomás es error imperdonable, torpeza, falta de técnica, efectismo buscado para crear sensaciones angustiosas, ejercicio circense de volatines. Pues no, reconozcamos que el deber de un diestro es no dejarse coger, desde luego, que cuando sobreviene la cogida es que el diestro ha hecho —ojo, o ha dejado de hacer— algo que lo evitara, normalmente bien con el engaño —preferiblemente—, bien con el cuerpo, incluso dando un paso atrás. Tal cosa no cabe, desde luego, en la concepción ética de la tauromaquia de José Tomás; no cabe rectificación corporal; el diestro tiene que estar colocado en aquel terreno del máximo riesgo y mantenerlo pese a la exposición de su vida. Cuéntase de una anécdota similar con Juan Belmonte, a quién Gallito intentaba corregir, diciéndole que el pitón bueno de la vaca era el otro; Belmonte siguió intentándolo, en su sitio, sin moverse, por ese mismo pitón, pese a revolcones y volteretas, hasta que consiguió que la vaca aceptara el lance tal y como él lo quería; el hombre no se adecuaba a la fiera, era ésta la que finalmente se rendía, subyugada, al ser humano, al héroe. José Tomás, poco pudo hacer en la cogida; el toro fue al bulto, y lo mandó por los aires, cayendo de forma peligrosa al ruedo con el cuello. Podía, con ello, haber acabado allí su trayectoria torera, su propia vida, pero como tantos otros a los que se canta y alaba la proeza, volvería al toro, al riesgo, a colocarse en aquellos mismos terrenos que ha pisado tantas tardes, inverosímiles para tantos diestros. Y en vez de alabarse el gesto, como tantas veces se hace con tantos otros, solamente critican la torpeza del tropezón, del ser arrollado por aquel trolebús. ¡Pues qué bien!
Hubo, especialmente en el segundo de la tarde, poca limpieza en el trasteo, y dos o tres desarmes —hay diversas opiniones; yo mismo empecé creyendo tres, y luego, meditando, recuerdo sólo dos—. Vicio y pecado contra la “templanza”, que es virtud cardinal en el toreo desde siempre, desde luego. Pero así como hay situaciones atenuantes para tantos, no lo hay para José Tomás. ¿No se han fijado que hoy, después de la pérdida del trapo, a nadie se le tiene en cuenta, ni siquiera se menciona en crítica o crónica alguna? Es más, ¿no es verdad que tras del desarme, lo que suele hacerse es aplaudir al matador, no sé si por compensación al fracaso o para darle renovados ánimos? A Tomás se le cuentan, subrayan, hacen notar, y burdamente, fijan en los mismos todo el mérito de su faena. Sorprendente. Es cierto que el diestro de Galapagar perdió dos —quizá tres— veces la muleta en su segundo y que el muleteo fue sucio en buena parte de la faena, pero ¿no es acaso menos cierto que ambas pérdidas del trapo, no fueron sino porque el toro pisó la muleta? Y si eso fue por aquello, ¿no es verdad, por tanto, que José Tomás bajó la mano para someter y llevar a su oponente, hasta hacerla arrastrar por el albero levantino? Y, eso, ¿es defecto o virtud? Claro es que no debiera haber sucedido, pero si ocurrió, y fue de esa manera, ¿por qué no analizarlo en su justo término? Acaso hubiera sido mejor que hubiera llevado al toro, sin someter, a su libre albedrío, a media altura, rematándolo por arriba, distanciada la muleta de los cuernos de la res —y no pienso en nadie de día precedente, no…— para solamente metérselo hacia el cuerpo a medio viaje, cuando ya los cuernos —o lo que quede de ellos— de la res han sobrepasado el cuerpo del lidiador; acaso, quién sabe. Pero no, José Tomás quiere bajarle la mano a los toros, arrastrar la muleta y hacer humillar al astado, llevárselo ceñido al cuerpo y rematado a la espalda, en un toreo en redondo, como el que intentó el pasado día 23 en Valencia —que no siempre le vemos, por cierto, para nuestra desgracia—.
Así que hubo dos o tres desarmes, bien…, ¿y con eso ya está juzgada la faena? Me parece un tanto simple. El toro era complicado, mirón, buscaba meterse por dentro en más de una ocasión, y ahí Tomás sí que lució sus cualidades, pasándose al bicho por la faja, no a kilómetro y medio, y eso es algo que pudimos ver –lamentablemente- a los espadas del día previo. José Tomás se los pasó a milímetros de los alamares, mientras que a sus compañeros de la tarde precedente –a los que hemos cantado tantas veces- se los pasaban a un metro de distancia, cabía entre ellos y el toro, entre su cuerpo y sus cuernos, otro toro entero. Se podría argüir, que no lo he visto escrito tampoco, que también hizo viento, y que en previsión de posibles percances, tomaron lógicas precauciones. Tomás, sin embargo, no pensó en las corridas que tiene por delante, ni en los millones que puede dejar de ganar, ni siquiera en sus maltrechas femorales. Salió a intentar torear como cree debe hacerse siempre, y punto y final. Hubo menos enganchones la tarde anterior, para qué vamos a negarlo, incluso el toreo de Saldívar o el de Puerto, salió algo más limpio; pero, por cierto, ¿alguien lo ha podido ratificar en el vídeo, alguien se ha parado en ello; es absoluto o hubo también toques de muleta? ¿Por qué para unos tanto y para otros tan poco? Yo salí, la tarde de Ponce, el Juli y Manzanares, como salió la mayor parte de la afición, preguntándose el porqué de tanto regalo apendicular, y con una estocada en el recuerdo y poco más. Series ligadas, en las que el toro iba a su aire, pasaba por las cercanías del diestro, y poca carne echada al asador. Aseo para salir del paso, cubriendo el papel, pero sin la intensidad de otras tardes de verdadera gloria. Para los desmemoriados…, Juli o Ponce no tocaron pelo en la tarde de marras. ¿Fue José Tomás el culpable?, porque a Manzanares le concederían sendos apéndices…
La primera faena de Tomás, se saldó con saludos… ¡Con saludos, Dios santo! Apenas vimos algún pañuelito aislado; no hubo petición ni siquiera que considerar, y eso que yo la auguré…, y me equivoqué por completo. Para mí el premio fue justo. El mérito del espada, su perseverancia, el terreno pisado, sus ganas de obligar al toro por bajo y de llevárselo según los cánones eternos —la mano baja, en redondo, rematado a la espalda—, compensaron la suciedad general del trasteo y los desarmes, y un uso mucho más que mejorable de la espada. Me quedaron en la retina algunos lances al natural u otros con la capa, destacable toda la tarde.
En el quinto hubo un trofeo casi por unanimidad. Pocas veces he visto una petición tan mayoritaria, y el usía otorgó el premio al que reglamentariamente tiene derecho el pueblo… casi soberano en la plaza. ¡Una oreja, por favor, no dos, ni el rabo, ni una o dos patas, ni los testículos del toro, una oreja! La recompensa me parece que reglamentariamente era la adecuada; pudo haber mejor lidia —en el primer tercio, o si me apuran, durante el muleteo—, se pudo hacer más de capa —que siempre es posibilidad, aunque mucha menos probabilidad y casi nunca realidad— y la estocada, pese a tirarse de verdad —en corto y por derecho, saliendo por el costillar de la res, que todo hay que mirarlo, ¡qué caramba!—, cayó algo trasera y algo caída. Técnicamente, con el texto legal en la mano –el nacional, por cierto-, bien por el presidente señor Moreno. Vaya por delante, y los que me conocen o me han leído lo saben, que esto de los regalos de casquería me horroriza. Me parece un reduccionismo absurdo, propio de malos aficionados, que necesitan contar las orejas como goles, para saber si tienen que salir satisfechos o decepcionados del coso, si pueden alardear en la tertulia o en el trabajo de la corrida a la que asistieron o guardar riguroso y enlutecido silencio. A mí me mueven los recuerdos, las emociones. Me acordaré, espero que durante muchos años, de bastantes cosas de José Tomás en la tarde de marras; se me ha olvidado casi todo lo que hicieron tantos otros en días precedentes; aun consigo memorizar a Alberto Aguilar, una estocada de Manzanares, la cálida despedida de Vicente Barrera de su plaza, unos capotazos o la serie rodillas en tierra de Víctor Puerto, y las ganas, variedad y constante disposición de Saldívar. Yo ví, y todo el que honradamente lo piense, dar tres vueltas —bueno dos y un saludo desde los medios, obligado por el clamor, y que buenamente se hubiera podido transformar en nuevo paseo al ruedo— a José Tomás. Eso es lo que para mí vale. En la ópera —no por nada estuve también abonado a la misma en Madrid durante muchos años— se premia el arte excelso de un compositor, de un cantante, de un coro, de un director de escena, simplemente con el aplauso, con la ovación mantenida. Uno, que también ha pateado en alguna ocasión, recuerda ovaciones cerradas a don Alfredo Kraus, mi ídolo juvenil, durante quince minutos, equivalentes a casi cuatro vueltas al ruedo. Y como a él y otros muchos. ¿Le dieron la oreja de la soprano, del director de orquesta, del segundo violín o del empresario del teatro? Aun resuenan en mi interior unos Cuentos de Hoffman inenarrables, ¡Dios lo tenga en su gloria y nos permita volver a gozarlo!
José Tomás dio tres vueltas —o dos y media, si quieren— porque el público entusiasmado se las reclamó, y fueron unánimes —en lo posible—, rotundas, festivas y gloriosas. Hubo insultos a la presidencia por la no concesión de un segundo trofeo… Yo, llevado por mis emociones, quizá se lo hubiera dado; en la frialdad de quien debe mantenerse en el palco, creo que el usía obró correctamente a su criterio; lo que es inexplicable es que en coso como el valenciano exista tal disparidad de criterio entre sus presidentes y de tarde en tarde; unos días se regalan apéndices sangrantes, y otros días se regatean… La plaza, con el mismo número de pañuelos que cubrió de alba nieve el julio valenciano, lo pidió con inusitada fuerza, más —quizá también— de lo que recuerdo en la mayor parte de las ocasiones en que he visto conceder dos trofeos. Pero la segunda oreja, reglamentariamente, es potestad presidencial, y éste obró conforme a su criterio y a los méritos que estimó. Para mí, repito, al margen de innecesarias concesiones, la faena, el ambiente, la tarde, fue como de dos orejas, aunque le hubiera dado una sola.
Tomás lo intentó con el capote, incluso llego a darle alguna verónica o delantal más que apreciable, verdaderamente bueno, a lo largo de la tarde. Me encantaron las chicuelinas, con el compás abierto, al último; al margen de la estética tan particular, consideren que eso es exponer más el cuerpo a la fiera, más superficie donde enganchar. Tomás no rectifica el terreno, planta los pies y por ahí hace pasar al toro; otros muchos citan con el compás abierto, para retrasar la pierna de entrada del toro, juntando ambas al ejecutar el lance; ¡hombre, no es lo mismo!, ¿no creen? Eso otro es ceder terreno al toro, el terreno que ocupa la pierna del diestro; José Tomás lo gana desde un principio y por ese lugar, en su proximidad más absoluta, hace circular la embestida impetuosa de la res.
En la suerte de varas ya mostró el bicho su condición, que fue acrecentando a lo largo de los dos tercios restantes en intensidad: era un manso, mirón, algo incierto, y con tendencia a la huída, a rajarse, como acabaría haciendo casi recién iniciada la faena en su segunda instancia. El emocionante trasteo comenzó en los medios, con un intento de pase cambiado por la espalda, dejando venir al toro desde tablas. A mí, personalmente, la llamada pedresina no me gusta ni mucho ni poco, nada; me parece efectismo de cara a la galería y poco toreo, poco llevar ligado al toro al vuelo de la franela. Pero es verdad que muchas veces emociona y conmociona al respetable, y que a veces se ven lances inverosímiles por lo ceñido. Se ha convertido en rutina, y eso me horroriza aun más; no nace espontánea, fresca, sino que se prepara con detenimiento, a veces con demasiado detenimiento, tenga o no el toro las condiciones precisas para ello. De ahí que, más que algunas veces, haya que desistir de ello, o cambiar los terrenos… No me gusta, ¡qué le vamos a hacer! En este caso el toro, por lo manifestado, no estaba para aquello, pero concebimos la esperanza de que el poderío de la muleta del de Galapagar venciera las dificultades. No fue así, el toro, incierto —como decimos— vino sin claridad, y no sé si por el viento o por qué, el caso es que acabó dando a Tomás una tremenda voltereta, de las que marcan toda una vida… como la que a punto estuvo de perder Tomás en tierras hermanas.
Anduvo el diestro minuto o minuto y medio tan sonado como el más infeliz de los boxeadores, sin que el usía tuviera en cuenta el tiempo –no tiene por qué hacerlo, y fruto de ello llegaría finalmente el aviso que sonó-. Al fin, heroico, como tantos otros a los que no se les subraya la torpeza, ineptitud, falta de destreza o de técnica, volvería a la cara de su oponente, en solitario aunque bien auxiliado siempre. Gesto de torero macho, de hombría, que tantas veces se destaca…, excepto que sea realizado por el de Galapagar. Pues volvió a la cara de la res, e intentó una y otra vez, marcar su ley, imponer él las condiciones. El toro miraba, tardeaba o iba sin clase, cambiante, incierto porque más de una vez se ciñó de forma imposible, a la par que andaba buscando siempre la salida, levantando la cara… para irse a tablas. De ahí lo sacó Tomás más de una vez. ¿Fue torpeza suya el dejarle marchar? Pues a mi juicio no; mientras duraban las series, a pesar de los repetidos intentos del toro por abandonar la lid, José Tomás conseguía retenerla en el terreno escogido –quizá no el más apropiado, por cierto-; y sólo cuando abandonaba la tanda, cuando se separaba de la res, era cuando aquella se rajaba. Por tanto, durante la mayor parte de la faena la mantuvo ligada a su muleta, solamente se fue cuando se alejaba de ella, entre serie y serie. Intentó llevarla siempre por bajo, mandón, quizá de la única forma que podía impedir que se le marchara, quizá la única forma que hay de torear con trascendencia… A veces consiguió sacar lances de una belleza y de una emoción enormes, siempre intentando llevarse al toro a la espalda, castigándolo y forzándolo, toreando, en definitiva. ¿Hubo limpieza? Pues no lo recuerdo muy bien, me temo que quizá la justa para evitar el feo desaliño de su primera actuación; pero es que no me fijé porque ni ahora tomo notas, ni la faena estaba para centrarse en nimiedades. Había que ver al toro, y había que ver lo que hacía un torero de verdad y con la verdad siempre por delante. La planta quieta, el hieratismo en el rostro, la extraordinaria puesta en escena de siempre, el llenar la plaza con su simple presencia –don reservado a muy, pero que muy, pocos-, el público angustiado de emoción regocijante, sus clamores constantes, los rugidos de la masa –jamás escuchados en días precedentes de tanto corte apendicular-; lo siento, no tuve tiempo para fijarme en si hubo doce o trece toques de franela por los pitones de la res (como toda la corrida, por cierto, más decentita de cabeza –no digo absolutamente íntegra- que las restantes de la feria, con sus respectivos matadores).
Tomás supo crear el ambiente, supo llegar al público, supo decir el toreo, supo enmudecer de emoción sonoramente expresiva a las gentes que llenaban el coso. Si decir el toreo, si llegar a inundar corazón y entendimiento con las emociones generadas, es hacer el toreo eterno, profundo, rayano en lo místico, Tomás lo hizo esa tarde. No basta con que el lance salga bonito, estético, no basta con el alarde de valor, de fe o de técnica; hay que emocionar, y eso lo consiguió hacer José Tomás, un 23 de julio en el coso de la calle Játiva. Lo hizo pese a un toro rajado, casi imposible, incierto, complicado… Lo hizo con su grandeza; ¿y me preguntan ustedes si hubo enganchones? Pues no tengo ni la menor idea. Los que allí estábamos, partidarios o no del diestro, “istas” o asépticos, fríos, templados o arrebatadamente pasionales, nos conmovimos. A unos les llegó más que a otros; algunos pudimos ver lagunas en aquella extensión de toreo profundo; pero el conjunto nos emocionó. Emociones más o menos profundas, es cierto, pero a nadie dejó aquello impasible. Nadie se quedó viendo volar las palomas –las golondrinas o aviones madrileños- o comiendo pipas para pasar el rato. Nadie presenció la faena entre bostezos, como tantas de las tardes precedentes, nadie se aburrió… Y eso, ¿no es también torear? ¿No participa el público en el espectáculo, como lo hacen toro y torero, cada cual a su manera?
Entró a matar sabiendo que, si cobraba estocada por las péndolas, el triunfo estaba asegurado; la puerta grande abierta y la salida a la calle de Játiva a hombros de lo que, sin la más mínima duda, hubiera sido una multitud, segura. Se tiró con ganas, de verdad, aunque la colocación de la espada no fue buena. Antaño también esto se cantaba, se glosaba; ahora lo limitamos, torpemente tantas veces, al resultado posicional. De posición incorrecta; de ejecución, espléndida, ¡qué le vamos a hacer, otra vez!
A mí me pareció que la reaparición de José Tomás fue una tarde plena, llena de emociones, de mucho buen toreo –quizá no todo-, de grandes momentos y de detalles imperecederos. En conjunto la corrida resultó más que entretenida, de esas que se guardan en la memoria, no como tantas otras en las que el tedio y el sopor inundan los tendidos. Hubo cierta predisposición inicial hacia el diestro, ¡lógico, dadas las circunstancias! Hubo bastantes “istas” que quizá sólo pudieron apreciar lo bueno, sin fijarse en que no todo, ni mucho menos, fue perfecto; pero de ahí a denostar, insultar o zaherir injustamente al diestro, me parece a mí que media el abismo de la fosa de Las Marianas. Así lo vio quien subscribe. Gracias.
Rafael Cabrera Bonet