La Revolución

En realidad, la revolución del toreo con Belmonte empieza el día aquel en que en la dehesa de Jatoblanco se encuentra con Joselito y, desacatando su consejo de enmendar el terreno en que pretende torear una vaquilla, no le hace caso y la obliga a pasar en un natural asombroso por donde él, Juan, quería. Pero oficialmente podría señalarse la fecha del 25 de agosto, en Sevilla, con aquellos dos novillos de Tovar. Don Criterio , en la reseña de El Liberal de la localidad lo decía: "Lo de esta tarde de Belmonte ha sido una revolución." Pa ra Don Modesto , el gran crítico madrileño de la época, la revolución belmontiana empieza con aquellas cinco verónicas sin enmendarse que el trianero le dió a aquel toro grande y cornalón de Esteban Hernández en la corrida del 12 de junio del año 1913 en Madrid. El propio Belmonte cree que han sido las mejores verónicas que ha dado en su vida. ¿Y en qué consistía tal revolución?

Ya he indicado en qué estribaba el toreo prebelmontiano. Añadiré ahora que los toreros de aquel entonces practicaban las técnicas procurando asimilarlas a las condiciones de sus toros para mejor y más felizmente prepararlos para la muerte. Juan Belmonte invirtió los términos y vino a hacer que los toros se acoplasen a su técnica, para lo cual arriesgó cuanto un diestro puede arriesgar, que es la reputación y la vida. Y la despierta y vivaz mentalidad de nuestro artista y su concepción insólita del arte de torear pudieron imponerse gracias a unas condiciones previas total y absolutamente creadas por él, a saber: metiéndose materialmente en el terreno del toro y profundizando en él con cada lance a fuerza de parar, templar y mandar, que es la sublime trilogía del buen arte de torear alumbrado por el trianero. Del toreo de piernas practicado hasta entonces como norma general por los antecesores de Juan, pasamos al toreo de brazos, canon no menos clásico, promulgado ya por Romero, creador del estilo o escuela rondeña, pero casi impracticable y en desuso. Había que tener, pues, mucho corazón, mucho mando y mucha seguridad en sí mismo para atreverse a hacer lo que constituía el fundamento de la revolución técnica belmontiana. De ahí la inolvidable frase de Guerrita cuando hablaba de Belmonte: "Darse prisa a verlo...", porque la muerte rondaba siempre y en todo momento a Juan Belmonte cuando embravecía a los públicos con la bravura de su toreo. Y de ahí también la otra frase, la del gran don Ramón María del Valle Inclán: "No te falta más que morir de una cornada para ser perfecto", ante la que el humor exquisito y la fina ironía ática del fenómeno dió esta respuesta: "Se hará lo que se pueda, don Ramón." Cuál no sería el volumen, la intensidad y la fuerza de esta revolución taurina para alcanzar y envolver en sí al propio Joselito el Gallo , la figura más cuantiosa, eminente y acabada del toreo prebelmontiano y nadie podrá negar que si verdad incuestionable ha sido la de que Joselito enseñó a lidiar a Juan Belmonte, no lo fué menos la de que Juan Belmonte enseñó a torear a Joselito.

Juan, pues, trajo o restauró, si así mejor os parece, el toreo de brazos jubilando el toreo de pies. Este pasó a término secundario por inferioridad técnica y artística respecto de aquél, y lo que hasta entonces era consuetudinario, la dinámica, quedó desterrada de los redondeles o despreciada, por ventajista, y se impuso la estética, la quietud, la inmovilidad, que significaba lo bueno, lo bello y lo verdadero. Y desde ese instante los públicos comprendieron que el buen arte de torear estaba en razón directa de la quietud de los pies y del movimiento de los brazos, que era justamente lo contrario de lo que hasta entonces había sido. Y se empezó a analizar y enjuiciar la labor de los toreros en razón a estos postulados, sacando la consecuencia de que tanto mejor sería el toreo cuanto más fuera de brazos y no de pies, verdad inapelable que se afianza en el fundamento del llamado embroque, o sea la posición que el diestro debe ocupar en el momento del cite para las suertes, en la prolongación imaginaria de la línea longitudinal del toro y en la que, si no apartara a éste con el engaño, resultaría cogido. Y este toreo belmontiano en los terrenos del toro, que a cada lance profundiza más, cargando la suerte y echando el pie contrario adelante, parando, templando y mandando sin apenas intervención de los pies y echando abajo las manos, es lo que integra la revolución de las técnicas y el arte de torear que advino a la Fiesta con el torero de Triana.

Hasta Juan Belmonte. el toreo era destreza, agilidad, técnica escueta; con Juan, el toreo se convirtió en arte. El torero, artesano hasta él, se torna artista después de él. El conocimiento y práctica de las reglas del oficio, indispensable en el torero, precisa, además, el auxilio de la inspiración y del sentimiento que le dé al lance ritmo, cadencia, belleza, en fin. Además de medio para preparar el toro a la muerte, el toreo es fin en sí mismo como creador de belleza. Y la lidia, desamparada de los nobles valores del arte, los adquiere entonces y hace mejor torero al que lidie con más arte .

Para Belmonte, el toreo es un ejercicio espiritual con ritmo y cadencia como la poesía o la música, y los pilares de su arte, parar, templar y mandar, tres tiempos en uno, tres movimientos isócromos indivisibles y solidarios. Hay que parar , porque la dinámica de los pies rompe el ritmo del lance --por eso decía el señor Manuel Domínguez: "Hay mucha diferencia de dir a estar ."--; hay que templar , porque el temple establece la cadencia entre el movimiento del toro y la inspiración del torero; hay que mandar para fijar y determinar las dimensiones del ritmo y la distancia que sellan la armonía de las suertes. Y el toreo sin ritmo es como el verso sin poesía: por mucho que se le recargue de guapeza, de garbo y de pinturería. Todo en el toreo debe ser ritmo, desde el paseillo de cuadrillas hasta el arrastre, pasando por la evolución de los tercios, porque el toreo es cosa grande y honda para nosotros los españoles, algo así como una inextinguible sed de inmortalidad de la raza, de esta raza nuestra que, no teniendo ya mundos que descubrir ni colonizar, aburrida bajo el peso de su inmortal grandeza, ha inventado el placer de jugar mano a mano con la muerte..., y se divierte jugando.

He aquí el ritmo del toreo belmontiano descrito en la Oda a Belmonte, del gran poeta Gerardo Diego:

En la diestra la espada;la bandera en la zurda desplegada.El emplazado bruto pasa y pasa.Ancho, largo, profundo.el héroe se acompasay se jalea, y en su orgullo preso,cruel como un dios, disuelve, borra el mundo.

Algunos escritores taurinos a los que en el tema belmontiano se les ve harto elocuentemente el plumero del gallismo , no atreviéndose a endosarle abierta y valientemente al trianero la responsabilidad de la crisis que el toreo moderno padece, la achacan a las derivaciones que su arte trajo a la Fiesta, por culpa de las cuales --dicen-- se fueron perdiendo los principios fundamentales de la lidia, como si Juan Belmonte, especialmente en su segunda y tercera época, no hubiera sido un lidiador formidable. Cierto, sí, que con Juan los gustos populares sufren una crisis y evolucionan hacia el toreo con algún olvido del toro, y que también, dando un poco de lado a la estocada, se adhieren al encanto y deleite de las faenas de capa y muleta. Pero eso no tiene nada que ver con la degeneración de los populares gustos actuales ni con el estado de la Fiesta taurina, astronómicamente alejada de lo que era en los tiempos de Joselito y Belmonte. Es como si a las genialidades de Juan Breva o de don Antonio Chacón pretendiéramos cargarles todas las corrupciones del garabiteo flamenco que el cante padece. O como si a Debussy, Ravel o Falla quisiéramos inculparles de los ritmos repugnantes del mambo y del rock-and-roll.

Con Joselito y con Belmonte ha cumplido su destino histórico y artístico la Tauromaquia. En uno, llegando el arte tradicional de la lidia a base de valor, facultades y ciencia, a su culminación. En el otro, alumbrando y culminando, a la vez, el toreo a base de valor, inspiración y arte. Fué como el cumplimiento vital o biológico de un destino: nacer, crecer, llegar y decaer, aunque la decadencia no alcanzara a ninguno de los dos, que desaparecieron de los ruedos --por fatal designio de Dios el uno, por libérrima voluntad el otro-- en absoluta plenitud de sus facultades y de su arte.